Familia abierta al infinito

Este domingo me dispongo a contemplar la pintura “La Sagrada Familia”, de Francisco de Goya, que está en el Museo de El Prado. Esta contemplación me abre a una escucha más atenta y vívida del evangelio de hoy, al cual nos acercamos ahora con reverencia y atención:

«Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”.

José se levantó, cogió al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta:

“Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto”.

Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José en Egipto y le dijo:

-“Levántate, coge al niño y a su madre y vuélvete a Israel; ya han muerto los que atentaban contra la vida del niño”.

Se levantó, cogió al niño y a su madre y volvió a Israel.

Pero, al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allá. Y, avisado en sueños, se retiró a Galilea y se estableció en un pueblo llamado Nazaret. Así se cumplió lo que dijeron los profetas, que se llamaría Nazareno» (Mateo 2, 13-15. 19-23).

En la pintura de Goya el hombre que hace de padre mira a su hijo desde atrás de su mujer. Ambos son legítimamente suyos, pero no de modo natural, sino sobrenatural. Le pertenecen porque él ha sido escogido para amarlos con un silencio tan elocuente que les hace libres. Nada de posesión ni dominio. Todo él queda a la sombra como figura que sostiene y en quien los suyos pueden descansar. El niño retoza en el regazo de la madre, que se acostumbra a acoger a Dios, y permite que Dios sea humanamente acogido. Con una mano, el niño sostiene el emblema de la vida, que es la cruz, a cuya sombra desarrollará sus días sobre la tierra hasta que esa sombra sea luz para todos. Con la otra mano aferra la de su madre, que le coge sin poseerlo y le sostiene dejándole libre. Ese es su ofrecimiento y también la espada que atraviesa su alma. El niño es suyo y no lo es. Es mucho más. Ella es mujer de su marido, pero tampoco lo es del todo. Porque pertenece a Dios, que ha tomado total posesión de su ser, y cuando Dios toma algo nuestro es para dejarnos abiertos a mucho más. Por eso ella sigue vaciándose de sí misma, derramando su ofrenda purísima como un manto sobre el que Dios se posa, crece y explaya su mirada sobre todos. Delante de estos tres, que son uno en un inaudito amor, juguetea otro niño, ese que ya había saltado en el Espíritu Santo ante la visita de la Madre encinta. Es Juan, quien abrirá camino al Salvador con palabras de fuego y humildad de siervo. Él es el último de los profetas, el que señalará al esperado Cordero que quita el pecado del mundo. En Juan estamos representados todos los que esperaron antes y todos los que hoy podemos contemplar al Hijo de Dios, tan cercano y similar a nosotros. Él nos recuerda que podemos ser parte de este misterio gracias al Bautismo que una vez hemos recibido y cuya gracia hoy podemos renovar.

Esta pintura de Goya recoge todos los signos y la densidad del misterio que los cristianos celebramos en la Navidad y hoy en su prolongación al celebrar la Sagrada Familia de Jesús, María y José. Como nos muestra esta pintura, entre estas personas se teje una urdimbre de miradas y sonrisas que no se repliegan sobre sí mismas, sino que se interrelacionan y se proyectan hacia otros puntos más allá del lienzo. Nos miran a ti, a mí, a los que aún no somos capaces de ver y, sobre todo, miran al infinito. Es Dios quien sostiene y envuelve este cuadro, tan vivo y tan cercano como el mismo misterio de nuestras propias familias, que hoy estamos llamados a descubrir.

Cristo no ha querido nacer en el seno de una familia para hacerla presumir de su perfección. Nace en ella para que seamos capaces de encontrar lo divino en los que Él nos da como primicias de su amor, y que están allí para que correspondamos con un amor mayor. Este ha de crecer en nuestro personal esfuerzo, como también ha de ser purificado por el sacrificio, la renuncia gozosa y la gratuidad de quien ofrece lo mejor de sí. Por eso en este día pedimos al Creador que entre los nuestros también las miradas se encuentren en la paz, el perdón y la celebración de la vida. Porque el Hijo de Dios se ha hecho hijo del hombre, nacido de una mujer y cuidado como hijo legítimo por un varón. El invisible, hecho visible en una familia según el orden querido por Dios. El Todopoderoso, necesitado del amor de unos padres humanos.

Dios, infinitamente libre, ahora depende del cuidado de otros. Así muestra la verdadera grandeza del ser humano, que existe por el amor divino y por eso está radicalmente necesitado de él. Este adverbio no es casual, sino esencial, porque la necesidad del amor es la raíz de toda vida verdadera. Efectivamente, quien no crece en el amor simplemente existe, pero aún no es. ¿Qué haremos, entonces, ya que todos de alguna manera estamos aún necesitados de esta experiencia raigal en toda su pureza y toda su potencia? Pues volver a fijar nuestra mirada en la Sagrada Familia de Nazaret, esa comunidad de amor que Dios escoge para asumir nuestra condición humana, tan necesitada y anhelante de eternidad. Contemplemos el Amor divino revelado en la sencillez, fidelidad y valentía de san José, así como en la confianza y apertura a la gracia de la Virgen María. Presentemos la ofrenda de nuestra vida al Niño del Belén y volvamos a nacer desde él, tal como nos revela su evangelio: «El que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios… Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu» (Juan 3, 16).

Por tanto, volvamos al nacimiento sobrenatural que Dios nos dio en nuestro Bautismo, cuando sanó las heridas de nuestra condición humana y nos concedió su gracia divinizadora. Hagamos que también en nuestra vida lo infinito se haga cercano; que lo eterno se manifieste aquí y ahora.