No era un oasis, era una cloaca
La Sección IV de la Audiencia de Barcelona ha puesto nombres y cifras a la trama de corrupción del Palau de la Música en una sentencia histórica que sitúa al nacionalismo catalán, y no solo, ante el espejo de su propia soberbia. Los magistrados, que reconocen que no se ha podido llegar al fondo de la investigación en lo que se refiere a deslindar las responsabilidades personales de los dirigentes de la oportunamente disuelta Convergencia Democrática de Cataluña (CDC), describen, sin embargo, unas prácticas extendidas en el tiempo, apenas disimuladas, con las que el poder político convergente manipulaba la libre competencia y conculcaba la igualdad ante la ley para financiar irregularmente a su partido, favorecer a los afines y enriquecer a los propios. En definitiva, la mutación en charca maloliente de esa ensoñación supremacista que se llamó «el oasis catalán». Tras el PSOE, que tuvo que afrontar el reproche penal por el caso Filesa, CDC se ha convertido en la segunda formación política española condenada como tal por el cobro de millonarias comisiones ilegales en la historia de nuestra reciente democracia. A ese respecto, resulta muy reveladora la reacción del partido sucesor, el PDeCAT, que presidía Artur Mas hasta el pasado sábado, tratando de desvincularse de sus anteriores siglas, como si hubieran surgido ex novo en el panaroma político de Cataluña y no tuvieran que responder de un protagonismo institucional que, incluso, ha dado nombre al período –el «pujolismo»– en el que ejerció con arrogancia el poder que le otorgaba su hegemonía sobre una sociedad silenciada, cuando no cómplice. Retrata, también, a los dirigentes nacionalistas que ahora nieguen cualquier vinculación administrativa o legal con las viejas siglas cuando no se recataron a la hora de utilizarlas para cobrar la subvenciones públicas de la campaña electoral. La sentencia confirma, asimismo, la existencia de la práctica política del «tres por ciento», que condicionaba la concesión de obra pública por parte de la Generalitat. Nos hallamos, ciertamente, ante un caso determinado, que, por muy escandaloso que resulte, no ha podido extenderse a otros ámbitos ni a otros protagonistas. La responsabilidad penal se restringe en el campo político a Daniel Osàcar, el ex tesorero de CDC, condenado a cuatro años y cinco meses de cárcel y a una multa de 3,7 millones de euros, mientras que Convergència, que ya tenía embargadas sus sedes, tendrá que restituir el dinero mal percibido, que los jueces sólo han podido establecer en 6 millones de euros. Pero sin tratar de emprender una causa general contra la actuación y trayectoria del partido que fundó Jordi Pujol, que dirigió los destinos de Cataluña durante 23 años, los numerosos procesos abiertos por distintos delitos de corrupción que afectan directa o indirectamente a Convergència –casos «Pretoria», «Innova», «ACM», «Agencia Catalana de Agua», «Iberpotahs», «Toderrembarra» y los propios de la familia Pujol– permiten hacerse una idea de la extensión de esas prácticas de la «mordida» en el Principado. Con todo ello, se hace muy difícil desvincular del descubrimiento del «Caso Palau», que se convirtió en el emblema de la corrupción del nacionalismo catalán, la reconversión de Convergència, ya bajo la égida de Artur Mas, hacia el separatismo, como una huida hacia adelante de sus dirigentes, los mismos que pretendían seguir al frente de los destinos de Cataluña, pero que sólo han conseguido empobrecerla y llevar la división y la zozobra a sus ciudadanos. Los mismos que están emplazados por la Justicia para responder, como han hecho Fèlix Millet y Jordi Montull, de sus actos.