Adonis Acapulco
Calcetines negros con pequeñísimas borlas que se desprendieron de un pantalón de terlenka, una curita inexplicable en muslo izquierdo, tres o cuatro lonjas perfectas como salvavidas natural, tetillas en reposo que más bien parecen glándulas mamarias de manatí en acuario; traje de baño supuestamente olímpico (homenaje equivocado para El Tibio) y unas chanclas que cumplen 38 años moldeando sus gastadas suelas en torno a los tamalitos callosos que mi Adonis llama pies.
Ha vuelto la semana de la magia playera, donde los gorditos perdemos la vergüenza y deambulamos sobre la arena hirviente con un coco en las manos, jugueteando con la sombrillita de papel como si fuera un palillo de dientes. ¡Fuera espejos! Que así parezca que nos hemos reconvertido en cachalotes de una novela de aventuras balleneras, nos sentimos enfundados en el elástico trajecillo Speedo que lució Mark Spitz en las Olimpiadas de Múnich, porque lo único que le copiamos a Michael Phelps es la maravillosa dieta de dos kilos de pasta con albóndigas, cuatro pizzas grandes, siete hamburguesas con queso, litro y medio de helado de macadamia, 14 panes con mantequilla y botanas variadas (sin tener que nadar lo que nada ese güey).
Poco a poco se va absorbiendo la crema protectora, el bloqueador solar que en realidad va dejando la carne lista para un horno. Es entonces cuando el hipotálamo engaña a mi Adonis y por unos segundos parece ansiar la manzana que le clavarían en la boca para cocinarlo como porcino, cuando es cetáceo: dueño de una memoria impoluta donde recuerda cada viaje a Acapulco. ¡Ah!, cuando nadaba de ida y vuelta a la isla de Roqueta, con un donaire que lo clonaba con Johnny Weismüller, delirante en un acantilado anónimo, lanzando el grito de Tarzán todos los días. Cómo no recordar la bendita mañana en que mi Adonis se lanzó de La Quebrada, de espontáneo y para impresionar a unas gringas que resultaron ser mormonas (y me reservo la implicación), y la tarde que se alargó en un improvisado torneo de futbol playero donde mi Adonis se aventó una chilena de ensueño que no solo terminó en gol galáctico, sino en medio de la espuma de una las olas más coquetas que han llegado a la orilla de la tierra desde que Octavio Paz se robó a la otra con la que cuajó un cuentazo.
Mi Adonis anota en una libreta Scribe de forma italiana, cuyo engargolado rojo ha sobrevivido ocho sexenios presidenciales, los títulos de las grandes obras literarias que ha degustado a la sombra de una falsa palmera que da mejor sombra que las naturales en el viejo hotel de sus agostos de siempre. Lo negro del Negro Durazo, A calzón quitado (Memorias de Irma Serrano La Tigresa), Noa-Noa (libelo ilustrado sobre las verdades de Juan Gabriel, a. k. a. Alberto Aguilera), las Memorias del Charro Avitia (o Porque los vaqueros mueren con las botas puestas), Dieta del Tarot, Tensión dinámica, de Charles Atlas, y el ya clásico Mi abuela era zombi, atribuido a Manuel Ávila Camacho.
Siete días de cada año durante casi cinco décadas. Mismo hotel y bahía imperial. Ha visto pasar generaciones de meseros, botones, gerentes y lancheros; tuvo romances con tres afanadoras y una cocinera obesa, guarda las cuentas en un archivo de su oficina en Ciudad de México y mantiene intacto el orgullo cívico de haber ayudado en el rescate de un niño que se estaba ahogando en el chapoteadero, respiración de boca a boquita incluida.
Ése es mi Adonis, que aprendió a nadar en la Presa de los Palotes en su natal Guanajuato, copiando coreografías de las películas de Esther Williams y secretamente ilusionado con el papel que le dieron en la película Santo contra las Momias de Guanajuato, donde aparece entre una multitud reunida en la Plaza del Baratillo con un sombrerito de Yo-no-fui.
Ése es mi gallo, ejemplo y alivio, cada agosto que llega con las ganas de obviar todo lo penoso y olvidar por un momento la percha, para que el habitante de mi propio cuerpo salga a tomar el sol como si no hubiera grasa donde hubo músculo. Confianza de espejo ajeno cuando veo al Adonis Acapulco, un poco más canoso, poniéndose visor para recorrer por enésima vez el fondo de la alberca, sin miedo al cloro y al qué dirán; mi Adonis exprimiendo calcetines negros a la orilla de la palapa donde acaba de pedir otra orden de camarón pelado con papas a la francesa y una torta cubana como para decirle al mundo que todo, absolutamente todo, se queda en vilo cuando alguien declara las más íntimas vacaciones para evadir los horrores de la realidad que lo rodea.
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