Divinos locos
Parece cosa de locos. Hace unos meses, al comienzo del presente año, me encontré en los diarios con una fotografía de Jorge Jesús El Glison. Sonreía con malsano orgullo mientras presumía un agujero ensangrentado en una de sus piernas. Ocho centímetros por 20. La cornada número 39 en su carrera. Parecía feliz en medio de su desgracia. A mediados de 2016 ya lo había visto en otra imagen. Reía mientras con otros cargaba en hombros el féretro con los restos de otro torero peculiar, Rodolfo Rodríguez, El Pana, rumbo al crematorio de Apizaco.
Cada vez el encuentro con las imágenes de El Glison me llevaban a preguntarme: ¿de qué diablos se puede reír un torero que ha sufrido 39 cornadas y 17 fracturas? Este hombre que se acerca entre sobresaltos a los 60 ha dicho que las cornadas lo revitalizan y rejuvenecen, que son como sus vacaciones y le sirven para descansar. Habrá que creerle, como muchos creen en sus curiosas artes de torero. Por supuesto son muchos también quienes ponen en duda el arte de quien ha aprendido a darle atole con el dedo a la muerte mientras recibe a los astados de pie sobre una silla, los patea en el hocico y los atraviesa de lado a lado con su estoque, mientras corretea con torpeza por el ruedo, lastrado por los aparatos ortopédicos que le ayudan en sus pintorescas tareas. Para los puristas en materia de toreo, El Glison es tema frecuente de discusión.
Pero, como sea, quien se para frente a un toro furioso merece respeto. Locura, valentía o ánimo suicida, lo suyo es enfrentar a la muerte cada vez que se planta en una plaza de toros.
Cuando alguien le preguntó de qué se reía mientras cargaba el féretro de El pana en Apizaco respondió como si nada: porque se cumplió lo que más quería, que lo matara un toro en una plaza, en una corrida. Y agregó luego por escrito: El Pana vivió y murió como torero, ante el toro bravo y ante las adversidades de la vida, eso es ser torero.
Y sí, El Pana era otro loco, con sus andares de torero viejo, su garbo con aroma de nostalgia, su habano masticado por delante. Otro divino loco.
Pero loco entre los locos, el español Juan José Padilla dejó un ojo en los cuernos de un toro durante una corrida y luego la mitad del cuero cabelludo. Soportó entonces 21 operaciones y debió alimentarse solo con líquidos durante año y medio. Bajo una bandera de pirata y con un parche en el ojo siguió toreando hasta donde pudo, que es mucho decir. Anda por ahí todavía con el sobrenombre de El Pirata Padilla, despidiéndose de los ruedos sin irse, escuchando para siempre un molesto ruido dentro de su cabeza.
Ahora, tras unas mil 500 corridas en 25 años de carrera y 39 cornadas, El Pirata Padilla acaba de ser reconocido en España con el Premio Nacional de Tauromaquia que concede el Ministerio de Cultura y Deporte.
Un premio que celebra descalabros, sangre y muerte. Qué locura de veras.