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Декабрь
2018

Oposición

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El domingo pasado participó el señor Presidente en una ceremonia para pedir permiso a la madre tierra para construir el Tren Maya en la península de Yucatán. Igual que hacían los pueblos originarios cada vez que comenzaban a construir un ferrocarril. Es de esperar que, gracias a eso, se den por atendidas las preocupaciones ambientales, que ya no haya resistencias, que no se promuevan amparos contra las expropiaciones, y que los núcleos agrarios de la península se sumen al proyecto con entusiasmo (porque además les harán descuento en el pasaje).

La coreografía es nueva, sin duda. Pero no está claro qué significa eso. En la legislación propuesta hay un fuerte impulso de centralización (salud, seguridad, gasto social) y, en el presupuesto, recursos para una generosa política asistencial. Bajan los sueldos de los altos funcionarios, el Presidente vuelve a tener mayoría en las cámaras. Pero nada de eso supone un cambio de régimen.

Sí ha cambiado el sistema político, prácticamente ha desaparecido el sistema de partidos del régimen de la transición —y eso sí importa. Conviene tener presente que la ruina no ha sido solo consecuencia de la elección. Los partidos empezaron a desdibujarse hace tiempo, aceleradamente como efecto del Pacto por México, de las maniobras de Ricardo Anaya en el PAN, el clima de enojo de los últimos años del gobierno del presidente Peña, y desde luego de la selección de candidatos y del resultado electoral. El hecho es que ya no existe ese sistema de partidos que ofrecía una representación ideológica, a partir de un eje aproximado de derecha e izquierda.

En este momento, según lo que dicen y lo que no dicen sus dirigentes, no está claro qué puedan significar las siglas de PRI, PAN, PRD, pero tampoco las de Morena, es decir, aparte de seguir la línea del Presidente. No hay partidos. No hay programas, doctrina, no hay plataformas que ofrezcan una imagen del país medianamente clara o que expliquen por qué una política u otra.

Eso tiene consecuencias de dos órdenes. En primer lugar, en esas condiciones es muy difícil reconstruir un sistema de intermediación sólido, suficiente, estable, capaz de articular intereses locales, regionales, y darles coherencia. Y sin intermediarios no hay orden político (puede parecer desagradable: es un hecho). En segundo lugar, eso quiere decir que el gobierno no tiene, no va a tener oposición. Desde luego encontrará obstáculos, dificultades, resistencias, tendrá tropiezos, pero no una fuerza organizada, con un programa y una idea alternativa del país: eso que es la oposición. Puede parecer una situación muy cómoda. El problema es que esa falta de oposición, esa falta de una discusión ideológica seria en el espacio público va a permitir que el gobierno siga sin adoptar un programa consistente, sin siquiera la idea clara de una política económica, fiscal, y que vaya improvisando, más o menos erráticamente.

En el mejor de los casos, de ahí resulta un sistema político como el de Perú, de identidades volátiles, partidos insignificantes con clientelas de alquiler. El peor, pues es bastante peor.




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