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«Este año cumplí los sesenta y ocho, y mi madre los noventa y dos […]. Los dos hemos envejecido y ha llegado el momento de hacer lo que siempre quise: escribir sobre ella». No es fácil escribir sobre alguien que ocupa en la vida de cada quien un lugar único. Un aura mágica que aúna el momento esencial: la infancia. Bien recordaba Leopoldo María Panero que «en la infancia se vive, después se sobrevive».
Theodor Kallifatides
Theodor Kallifatides (Mololai, Grecia, 1938) escribe Madres e hijos, tras el encuentro con su madre anciana. Regresa de Suecia en donde se exilió en 1964. Retorna a Grecia y recupera la lengua griega para escribir este libro, como ya hiciera con una de las obras más conmovedoras y sinceras que uno haya leído en los últimos tiempos: Otra vida por vivir (2019).
Carga Melancólica
Escritor de éxito en su país de su acogida, notable traductor, Kallifatides se embarca en un viaje hacia el pasado sin un atisbo de sentimentalismo, pero con enorme carga melancólica. «Mi padre hizo de mí un ser humano, y mi madre, un escritor». El libro, fascinante en cada una de sus páginas, se abre con «La historia de mi padre» que es la frontera que permitirá entrar en el mundo interior de la madre, en la conversación con el hijo, en la evocación de lo que ocurrió -la II Guerra Mundial por medio, la invasión nazi-: «Con los años, la vida entera se vuelve un recuerdo» porque «la vida no es un sueño. A veces es incluso más bella», así relata el instante en el que junto a su madre se une el otro hijo, Stelios, setenta y cuatro años: «Ahí estábamos los tres […]. La ciudad a nuestro alrededor tenía más de tres mil años». Y ellos. Es la memoria, tan arbitraria, azarosa, selectiva quien recrea ese encuentro. Lo viste y, sí, lo disfraza, lo adorna y lo amplía. Los pasos perdidos y, ahora, recuperados.
Kallifatides se embarca en un viaje hacia el pasado y relata la historia del reencuentro con su madre
Este libro, que recuerda en más de un capítulo, la obra maestra de otro griego, Albert Cohen (Corfú 1895-1981), El libro de mi madre, posee un innato valor literario gracias a los diálogos, la atmósfera familiar recuperada, por horas, soñada, la descripción, emocionada, de un personaje singular, entrañable y que se convierte en emblema de un siglo para todos los que, como ella, forman lo que llamaría Unamuno, la «intrahistoria». Un testimonio más de gentes que, sin la escritura del hijo, habrían quedado como anónimos e invisibles. Sí, solo pervive lo que se escribe. En este caso, y de qué soberana manera.
El «SIRtaki»
La música de Mikis Theodorakis fijó la imagen de la playa de Stavros con un baile, improvisado, al que bautizaron como «sirtaki», entre Zorba y el joven inglés Bill. Era el final de una película que entraba en la mítica cinematográfica, allí en la tierra de los mitos, Grecia, Creta.
Zorba, el griego, muestra la ancestral alegría de vivir, sin mirar ni al pasado, ni al presente, ni al futuro, de un personaje extraordinario, protagonizado por un Anthony Quinn inmenso, al que le dan la réplica Alan Bates, en su papel de apocado británico, Irene Papas soberbia en su sobriedad y Lilia Krétova en un papel inolvidable, como Madame Hortense. Merece regresar a esta película inundada de la mejor alegría de vivir y de soñar.
Dionisios
En el barrio madrileño de las Letras, a unos metros de la que fue casa de Cervantes, pocos más, la de Lope de Vega, uno se puede brindar un festín de la
exquisita comida griega
en Dionisios, calle del León, 17. Taramosalata, Falafel, Mousaka, Tzatziki, surtidos de tapas helenas y lo que venga. Porque no son estos tiempos como para olvidarse de que «hay otros mundos, pero están en éste»
(Paul Eluard).