La casa donde viven miles de Quijotes
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Está es una forma de verlo. Muy escueta, muy académica, muy fría.
La otra es cruzar el umbral de la casa de Justo y Carmen y toparte de bruces con el mismísimo hidalgo dibujado por Daniel Rep en sus muy diversas aventuras. O continuar por el pasillo, llegar a las escaleras, alzar la vista y descubrir una treintena de imágenes de motivos similares. Por ejemplo, doce óleos originales de la serie de cromolitografías de Josep-Lluis Pellicer y Ricardo Balaca que se publicó por entregas entre 1880 y 1883. Una joya entre tantas. «Todo lo que ves es del Quijote menos ese tapiz de Dalí –precisa ella, señalando una gran obra que muestra a un individuo sujetando las riendas de su corcel–. Aunque en este país sabemos que un hombre a caballo tiene que ser el Quijote».
En la planta baja de este curioso hogar madrileño se custodia una parte imprescindible de la historia de nuestras letras. Es una biblioteca única alimentada con un único libro, pero repetido y recomprado hasta la saciedad. Siempre el mismo, pero nunca igual: El Quijote. En sus baldas se agolpan más de dos mil cuatrocientas ediciones de la novela en unos cuatro mil ochocientos volúmenes ordenados cronológicamente en dos grandes habitaciones, desde 1605 (tienen un ejemplar de la tirada de Valencia y otro de los que se imprimieron en Lisboa) hasta ayer, por ahora. Eso sin contar los más de mil dibujos y grabados que también acumulan. Ni los «deslices»: curiosidades relacionadas tangencialmente con la obra magna de Cervantes, como un calendario alemán minúsculo de 1751, unas cuantas placas de linterna mágica que reproducen algunas escenas delirantes o una figura del Quijote y Sancho montados en una moto con sidecar al más puro estilo Indiana Jones que, por si fuera poco, es el emblema de esta colección. El conjunto es tan pintoresco que cuesta elegir un lugar donde posar la vista.
Uno de los ejemplares más raros de la colección: un Quijote de Lisboa de 1605 expurgado por la Inquisición
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Ángel de Antonio
Ahí va un detalle mínimo: un cuaderno fino, de apenas treinta páginas, pero lujoso, con capitulares en pan de oro e ilustraciones de Enrique Atalaya. Es el Quijote espurio que pergeñó Jules Claretie en 1898 para promocionar el vino de coca, muy popular por aquel entonces. La idea era un poco la de Popeye, pero en versión añeja. El caballero se encuentra moribundo en su cama, pero antes de exhalar su último aliento le pega un trago a ese brebaje energético y encuentra las fuerzas para emprender una nueva aventura con Sancho. La trama dura lo que tarda en vaciarse su cantimplora: un suspiro. «Es que el Quijote se ha utilizado para todo», acota su dueña.
Al poco de entrar suena el timbre. Es un paquete. Carmen lo abre como quien pela una manzana. Dentro trae lo de todos los días. Es una copia más, otra más, que tendrán que revisar página a página, por si le falta alguna, y después incluirla en su base de datos, que no deja de engordar.
Una biblioteca abierta
En esta biblioteca se fuma (solo Justo, ducados) y los perros se pasean con total libertad. También hay permiso para tocar, además de mirar. Es una bibliteca vivida, abierta a curiosos de cualquier parte del planeta. Como Syama Prasad Ganguly, un cervantista de la India que venía buscando una edición que ellos habían adquirido sin ser conscientes de su excepcionalidad. O como la profesora japonesa que entró preguntando por Keisuke Serizawa, un artista del siglo XX que diseñó un conjunto de ilustraciones interesantísimas en las que el ingenioso hidalgo era un samurái que se enfrentaba a molinos de agua. Solo aquí pueden verse reunidas las tres ediciones que se hicieron con esas estampas.
«Una colección oculta es una colección muerta –repite Justo–. Hay gente que tiene la suya en secreto, en buena medida, supongo, porque la han adquirido con fondos de dinero negro».
Abruma la cantidad de libros que atesoran, pero aún más este dato: desde 1990, esta singular pareja dedica del orden de cuatro horas al día a peinar todas las subastas y ventas accesibles para detectar todos los Quijotes que salen al mercado. Entre los dos han invertido cerca de cien mil horas en este tesoro. Y empezaron casi sin darse cuenta, sumando ejemplares uno a uno, como quien no quiere la cosa, hasta que de repente era tan evidente que estaban coleccionando que tuvieron que tomárselo en serio.
«Es una rutina un poco esclava. Yo dejar de fumar no he podido y ya ni lo intento. Dejar de coleccionar me lo estoy planteando cada vez con más seriedad», reconoce Justo.
Mientras habla sonríe, porque sabe que de esto no se sale. Para muestra, el libro que acaba de publicar junto a su colega José Manuel Lucía Megías, otro cervantófilo de pro, que además es cervantista: «Manual del coleccionista de Quijotes» (Pigmalión), una guía para los que se quieren iniciar en este singular arte, que enumera y describe y valora (por rareza e importancia) las piezas que nunca pueden faltar en cualquier colección que se precie. En sus páginas está volcada una experiencia de años y cientos de subastas y hallazgos. Eso sí, no hay precios. Porque eso depende del momento y el lugar.
Precios
«Por un Quijote de Lisboa de 1605 podría pagarse entre treinta mil y sesenta mil euros, posiblemente. Eso de la tercera edición. De la segunda edición serían de cincuenta mil para arriba. Y por uno de Valencia de 1605 serían entre veinticinco mil y cuarenta mil euros. Aunque no salen muchos», detalla Justo. ¿Y de la primera edición en Madrid? Pues la última que salió a la venta fue en 1989 y Javier Krahe, el bibliófilo, pagó por ella cerca de dos millones de dólares. También se comenta que un jeque árabe le regaló una primera edición defectuosa (con folios rotos y algún que otro agujero) al Rey emérito, pero eso es otra historia. Y desde luego desconocemos cuánto se desembolsó por el capricho.
Un calendario alemán en miniatura de 1751 con ilustraciones del Quijote - Ángel de Antonio
Además de una brújula para guiarse entre antiguallas, el «Manual del coleccionista de Quijotes» es la constatación de que el mundillo que describe es infinito. Por muchas rarezas que se posean, siempre hay otra más por conseguir. Y así se mete uno en el cuento del nunca acabar, que es de lo que va la vida, al fin y al cabo. De entretenerse por el camino. Por eso, aunque en esta biblioteca haya hasta un Quijote impreso en corcho que pesa como una pluma (el de Octavio Viader, que vio la luz en Barcelona en 1909) el cervantófilo no deja de sentir que le falta algo. «Me dolió mucho no conseguir un ejemplar de la edición de Dordrecht, de 1657, la primera edición en holandés, la primera edición ilustrada. Se me escapó también un Bruselas 1607. Y un Bruselas 1616: la segunda edición de la segunda parte del Quijote», recuerda Justo.
«Coleccionar es una misión imposible. Sobre todo si te planteas tener todas las ediciones del Quijote del mundo. Ahí estás vendido. Para mí el coleccionismo cervantino tiene una parte patrimonial y cultural. Estás coleccionando cómo ha sido recibido el Quijote a lo largo de los siglos, cómo ha sido leído, cómo ha sido admirado, cómo los artistas han dialogado con ese texto. Por eso esta colección de Justo y Carmen es tan importante. No porque tengan, que lo tienen, piezas muy concretas que son muy valiosas, sino por el conjunto. Hay ejemplares de todas las ediciones de todas las épocas, y sobre todo aquí están las mejores ediciones, las que marcaron un momento», explica Megías.
Al lado, Justo asiente: «Sí, es imposible terminarla. Y menos mal. Hay muchas ediciones sin ejemplares disponibles, y otras muchas que van apareciendo cada día en lugares inhóspitos. Tengo un estudio sobre El Quijote en Rusia que incluye un apéndice con un listado de las ediciones que hay en el país. Hay más de ciento sesenta. Solo en Rusia. Y nosotros tenemos bastantes Quijotes en ruso, unos treinta. Pero nos faltan más de cien... Es imposible, imposible». «Es una bendita locura», remata Carmen.