Isabel descansaba en el interior de su tienda de campaña, donde vivía desde hace algunas semanas; reposaba con todo su cuerpo en el interior y uno de sus pies fuera. Los coches circulaban enfrente de ella, por la avenida Doctor Jiménez Díaz, habitualmente saturada en el arranque del día, a la hora de salir del trabajo y en el momento de recoger a los niños de los colegios de la zona. Lo hacían como en un día normal, con la prisa de la mañana y el ansia de fin de semana con el que se tiñen los viernes. Isabel entonces ya estaba muerta. Nadie lo sabía, pero no estaba dormida, estaba muerta.