Capellanes de hospital: Los especialistas de las últimas preguntas
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Para responder a esos grandes interrogantes de la vida están ellos, los capellanes de hospital, al pie de la cama de quienes los buscan para recibir la medicina del alma que puede llegar a través del crisma con que ungen a los enfermos, de la comunión que llevan a los impedidos, de la confesión o de una simple charla abierta o no a la trascendencia. Desde la semana pasada cuentan además con su primera víctima mortal en Andalucía: el sacerdote José Díaz López, de 65 años, del hospital Puerta del Mar de Cádiz, contagiado en el desempeño de su labor pastoral.
«Los servidores espirituales nunca hemos tirado la toalla aunque no podamos entrar a consolar a los enfermos. En una ocasión, le di la bendición a un enfermo a través de la ventanita de la puerta de la habitación de aislamiento porque no nos dejaban entrar». Quien así habla es Alan Chávez, peruano del Callao nacido hace 42 años aunque aparenta ser más joven, sacerdote camilo que lleva seis años en Sevilla. Él es el más joven de los cuatro religiosos de la orden fundada por San Camilo de Lelis que atienden la capellanía de la ciudad sanitaria Virgen del Rocío de Sevilla junto al delegado episcopal de Pastoral de la Salud, Manuel Sánchez de Heredia, propiamente el capellán para un gigantesco hospital de 1.268 camas atendidas por 8.490 profesionales.
Misa en la capilla del hospital Virgen del Rocío
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Rocío Ruz
El sacerdote diocesano Sánchez de Heredia, ecijano de 53 años, tiene claro para qué sirve la fe en un hospital como el que tiene encomendado: «La fe ayuda a vivir sanamente la enfermedad y a afrontar el sufrimiento en la confianza de que no estás solo». Lleva seis años ejerciendo en el Virgen del Rocío a los que suma otros catorce de capellán en Osuna; más un par de veranos ejerciendo de pasante en Jerez cuando acabó la carrera de Medicina en 1991 y antes de entrar en el seminario. Conoce, por tanto, la atención a los enfermos desde todos los ángulos: «Algunos no le dan importancia a la dimensión espiritual de los pacientes, pero estoy convencido de que hay que tratar la enfermedad en sus múltiples dimensiones: biológica, psicológica, social y espiritual», dice con conocimiento de causa y apunta a las unidades de cuidados paliativos como ejemplo de integración de todas esas áreas de la persona.
¿Por qué a mí?
Sabe bien que ante la enfermedad se abren los grandes interrogantes de la vida como el caso reciente de un matrimonio mayor que enfermó a la vez de Covid-19. Ella falleció al cabo de unos días y él cursó la enfermedad sin mayores complicaciones que las vueltas que le daba en la cabeza un pensamiento recurrente: «Se preguntaba todo el tiempo ‘cómo es posible que ella haya muerto y yo esté aquí, por qué no ha sido al revés’», sostiene para describir la angustia que se ha apoderado de muchos supervivientes de la pandemia.
José Díaz, que trabajaba en el hospital Puerta del Mar de Cádiz, es el primer capellán que muere por coronavirus en Andalucía
Para el padre Alan, el coronavirus ha supuesto una sacudida para mucha gente que «nunca antes se había parado a entender al enfermo en su dolor». «Debemos despertar del sueño porque no es ninguna pesadilla, sino una realidad que debemos vivir, sin abandonar al enfermo ni al personal sanitario».
En cuanto se cuela el abandono en la conversación, los sacerdotes de hospital tienen claro que la soledad con la que se ha atendido a muchos pacientes y en la que otros contagiados han muerto es lo más duro de la presente crisis sanitaria: «Mucha gente está descubriendo lo duro de la soledad porque antes de la pandemia del coronavirus ya nos había asolado la pandemia de la soledad», defiende Sánchez de Heredia.
Un detalle de la sagrada forma
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Rocío Ruz
Y la charla se va espigando de casos concretos: el contagiado de la sexta planta que lo peor que llevaba era estar tanto tiempo solo; los abuelos que se conformaban con ver a los nietos desde el balcón; el familiar que buscaba al capellán para mantener una videollamada con el paciente ingresado… «No soy creyente, pero tu compañía me ha ayudado a mí y a mi familia», relata que le confesó un encamado a Alan Chávez. Y también los que no pudieron despedirse de su padre o su madre sin un último abrazo, un beso, un detalle de cariño. «Es muy duro que en el momento de expirar no estés tú ahí, sino que te lo cuenten a posteriori porque eso te deja muy desangelado; la pérdida de alguien cercano te deja un roto en el corazón, pero en este caso no es que te haga un roto, es que te hace un siete», razona el padre Manuel.
Miedo a estar solo, a morir
Los religiosos camilos, inconfundibles por la cruz roja que portan como insignia recordando el escudo de su orden, han desarrollado un centro de escucha en su casa de la avenida de la Cruz Roja para acompañar el duelo. En su Perú natal, donde hizo el noviciado el padre Alan, los llaman los padres de la buena muerte. De su experiencia en el hospital en estos tiempos, señala los dos principales temores que acechan al enfermo: «Primero, el medio a estar solo, a sentir que le falta quien lo entiende. En ese sentido sería bueno aumentar la comunicación con la familia. Se sienten extraños porque les falta el calor humano; y luego, en segundo lugar, el miedo a morir, te dicen ‘no quiero morirme sin antes haber hecho algunas cosas’ como haberse despedido de sus familiares».
Es ahí donde entra en juego la fe en la vida eterna y la resurrección de la carne como se reza en el símbolo de los apóstoles. «Un hospital es como una catedral en la que entra mucha gente, un sitio necesitado de evangelización donde la feligresía, por definición inestable, puede estar más propicia para encontrarse con Dios», admite Sánchez.
A los capellanes les corresponde no pocas veces deshacer malentendidos doctrinales remachados en frases hechas. «A mí siempre me ha repateado eso de ‘Dios lo ha querido’ –confiesa Manuel Sánchez de Heredia– porque Dios quiere nuestra felicidad, Jesús curaba a los enfermos y la voluntad del Padre es la vida y no la muerte, lo que pasa es que nos concede libertad, no nos maneja y es ahí donde entra nuestra elección. El amor es libre, no se puede obligar a nadie a amar por lo que si no amo, la culpa no puede ser de Dios».
Castigo de Dios
Y el padre Alan, a su vez, elimina otras creencias rayanas en la superchería: «La enfermedad no es un castigo de Dios, con esta pandemia Dios no nos pone a prueba; Dios quiere salvarnos, pero es el hombre quien rechaza esa voluntad». El responsable de la Pastoral de la Salud de Sevilla cree que la vivencia religiosa por parte del enfermo depende de su grado de fe pero, «en muchos casos, se purifica y se pierde esa imagen de Dios como solucionador, como tapagujeros al que recurrir». En este sentido, las devociones personales, tan ligadas a la religiosidad popular, se convierten en referente para el enfermo: «¡Cuántos no me han dicho lo del médico de la bata morada!», como familiarmente muchos conocen a Jesús del Gran Poder.
Ambos capellanes coinciden en que su presencia humaniza de alguna manera el trato impersonal del hospital «a pesar del trabajo magnífico del personal de enfermería». Pero insisten en que es necesario profundizar en ese proceso. Desde ese presupuesto humanista resulta más sencillo saltar al bien morir: «Dar buena muerte es estar de pie al lado del que se está muriendo para prepararlo en el último viaje al encuentro de Dios», define Chávez. Sánchez de Heredia ensaya otra definición: «Buena muerte es despedirse con paz de este mundo sabiendo que te espera Dios, aguardando que des un paso para ir a su encuentro».
Cuatro sacerdotes camilos y el delegado episcopal de Pastoral de la Salud atienden a los pacientes del hospital Virgen del Rocío
«Lo más duro es cuando se va un neonato porque duele mucho ver cómo se frustra una esperanza», declara Manuel Sánchez. Y ya puestos, se embala contra la eutanasia: «Consideramos que esta vida ya no tiene dignidad y por eso la cortamos, pero las personas no quieren morir, lo que no desean es tener fatigas ni náuseas, ni dolor ni angustia».
Hay dos misas diarias: a las once en el hospital de la Mujer y a las seis de la tarde en la capilla del Hospital General. El padre Alan se muestra orgulloso de que se haya mantenido la celebración eucarística todos los días incluso en lo peor de la pandemia. Como ese cirio votivo junto al altar en el que se resume la luz de la vida de todos los enfermos.
El camilo Chávez reconoce que algunas personas le agradecen su labor incluso sin compartir la fe: «Le agradezco mucho que un sacerdote me siga acompañando, así no me siento solo. Se ha aplaudido a tanta gente y a los capellanes no se les ha aplaudido», pone en boca de sus interlocutores para responderse a sí mismo: «No necesitamos que nos aplaudan, eso no viene para nosotros». En eso, se aplica uno de los lemas de San Camilo, su fundador: «Tempus fugit, bonum maneat». Es decir: el tiempo pasa, el bien permanece. La pandemia pasará, quedará el bien que se haya hecho a los enfermos y sus familiares.
Por aquí se avisa a deshoras
El día a día de los capellanes pasa por un despachito de alrededor de quince metros cuadrados sin ventanas en el que aguardan cualquier urgencia espiritual en guardias de veinticuatro horas con un teléfono corporativo que se mantiene siempre operativo, versión actual de aquel azulejo de la parroquia del Sagrario de la Catedral: «Por aquí se avisa para que se administren los santos sacramentos a deshoras de la noche».
No es lo único que ha cambiado. La Ley de Protección de Datos impide nombrar en el momento de la eucaristía a los enfermos por su nombre y apellidos y los oficiantes tienen que recurrir a subterfugios como «el paciente de la sexta que está pendiente de entrar en quirófano» o «la paciente de Nefrología a la que van a someter a una resonancia».