Juan Manuel Gil gana el Biblioteca Breve con «Trigo limpio»
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Un episodio infantil como contraseña del espacio donde convergen realidad y ficción. Un barrio de la periferia almeriense. Un aeropuerto que ahoga al barrio con gasoil. Niños jugando a fútbol hasta que un diabólico levante empuja el esférico hasta la pista donde aterriza un avión… «Sin balón no se vuelve» es el juramento de honor de los chavales y cuando el valiente está a punto de recuperar la bola se topa con la Guardia Civil.
Mezclar lo vivido y lo imaginado hace de la escritura un lugar confortable, advierte Gil, acerca del episodio del balón y el aeropuerto: «La infancia es un yacimiento de experiencias que genera ficciones… Aunque yo no era el niño de la pista, sí un testigo», aclara.
Gil arrancó «Trigo limpio» durante el permiso de paternidad por el nacimiento de su hija: «Me levantaba muy temprano y me reía mucho escribiendo». El humor es cosa seria, una tradición de la que se siente partícipe: «La literatura española no se entiende sin el humor». El humor es parodia: «No me llevo bien con la solemnidad, muchos menos cuando recae sobre uno mismo». Nada es lo que parece, comenzando por el título: «La expresión 'trigo limpio' alude a lo veraz, lo contrario de mi novela», ironiza.
Los libros que conformaron del escritor palpitan en esta novela que se plantea, también con voluntad paródica, cual «manual sobre cómo escribir novelas»: desde clásicos de los comentarios de texto escolares como «Libro de buen amor», el Lazarillo, los relatos de Carver y los «bartlebys» de Vila-Matas.
Evocación de Marsé
A menos de seis meses de la muerte de Juan Marsé, Enrique Vila-Matas evocó al autor de «Últimas tardes con Teresa» (premio Biblioteca Breve 1965).
«A veces, narrando, tanto como aconsejando, podía ser fulgurante, tajante. En el apartado de los consejos recuerdo el que me dio hace ya muchos años cuando me encargaron un artículo sobre sus orígenes como narrador y, como fuera que éramos vecinos del barrio, se lo comenté poco después en plena calle del Torrente de las Flores. Me miró, sonrió y me recomendó que primordialmente me divirtiera. No añadió más, pero fue suficiente, comprendí enseguida.
Un mediodía, acudió un pintor catalán que triunfaba en Nueva York a la tertulia que hasta hace poco tuvimos todos los domingos a la hora del aperitivo en un bar de Diagonal/Tuset y se puso a preguntarnos cómo seguía la vida en la ciudad y que opinábamos de nuestras autoridades y gobernantes, por ejemplo. No sabía qué contestarle cuando Marsé se adelantó e intervino tajante:
-Aquí estamos en contra de todo.
Por tranquilo y quieto que pareciera, era rápido como una centella. Quizás por eso era tan tajante, y también quizás por eso era un hombre de una pieza, y lo que le devoraba era el turbio polvo flotando en la estela de sus sueños. Sobre ellos, sobre los sueños, había montado una obra entera, de hombre entero, habitante de un barrio mental muy amplio, mundial, y no el que las almas muertas adjudican al territorio barcelonés donde pasó su infancia. Porque ese barrio de sus novelas, que mezcla las antiguas barriadas de La Salut y del Carmel, las del Guinardó y Gracia, es atravesado por la fría luz de Shanghái, que en los últimos tiempos le llevó –mezclándose con la cuestión obsesiva de la identidad y el apogeo de la misma en un sector de la sociedad catalana– al descubrimiento de sus ancestros chinos, concretamente malayos –antepasados en Sumatra–, lo que cambió alguna de sus costumbres más autóctonas, y no así, en cambio, sus convicciones, porque siguió aplaudiendo a los que apuestan por el chirriante estupor que produce la realidad y se decantan por un incondicional respeto a la ficción».