AMLO cayó de mi gracia
Tuve la fortuna de conocer de cerca a Andrés Manuel López Obrador en una gira que realizó, como aspirante a la presidencia de la República, por diferentes municipios rurales de Nuevo León. Lo seguí desde Galeana hasta Juárez, como parte de una encomienda periodística.
Digo que tuve la fortuna, porque López es un caudillo, de los que hace mucho tiempo dejaron de existir, y su simple presencia es un hecho histórico.
Mi primera impresión –y la compartí con varias personas antes de las elecciones de 2018- fue que Andrés Manuel ya no estaba en pleno uso de sus facultades mentales, y esto se evidenciaba en sus repetidas frases. “Pollos, patos, puercos, marranos… eso es lo que son”, gritaba en todos los pueblos.
Pero también tenía razón en muchas cosas. “El huachicolero mayor está en Los Pinos”, “El presidente no llega ni a carterista en comparación con (Rodrigo) Medina o Natividad González Parás”, afirmaba.
La verdad es que en 2018 no había por quién votar ni quien pudiera competirle. Yo me propuse no votar ni por el PRI ni por el PAN, tampoco voté por López Obrador. A final de cuentas decidí darle el beneficio de la duda al presidente porque coincidía con su discurso. Es innegable que la corrupción es la raíz de todos los males de México.
Tal vez López Obrador ya no llegó en su mejor momento a la presidencia. Tal vez en 2006 o 2012 lo hubiera hecho mejor. Lamentablemente, ya en la práctica, vemos que sus acciones no acompañan a sus palabras. Escuchar las mañaneras son un martirio, prefiero ver el CV Directo. Todos los días es lo mismo, “ya chole”.
Y ni hablar de los morenistas, ninguno entiende la economía moral de su líder. Más que un partido, Morena parece una secta. Tienen la oportunidad de hacer la diferencia y lo están echando a perder. Y qué pena, porque eso quiere decir que no existe en México una fuerza política verdaderamente moral; estamos condenados, hasta que llegue otro caudillo.