¿Qué va a decir Felipe VI?
Juan Carlos, el emérito, debe ser el español al que menos le importa el futuro de la monarquía. Si por él fuera, ya se la habría cargado hace tiempo. Ha abusado sin cuento, y durante décadas, de sus privilegios y de la maldita razón de estado para hacerse con una enorme fortuna, para saltarse todas las reglas y para cometer excesos que a cualquier otro cargo público le habría costado el puesto a la primera. Y ahora, cuando todo eso es del dominio público y escandaliza a millones de españoles, pretende seguir imponiendo su voluntad. Para empezar, al rey, su heredero.
Ha esperado a que quien podía hacerlo fuera despejando su horizonte judicial mediante procedimientos que es de esperar que algún día se conozcan, cuando ya no importe. Y al día siguiente de que se supiera que la fiscalía suiza archivaba su caso -la colocación fraudulenta de 100 millones de dólares, porque no se podía demostrar que fueran una comisión ilegal- para mover sus piezas y exigir que cuando vuelva a España, algo que puede hacer cuando le convenga, residir en La Zarzuela y percibir la asignación presupuestaria que hace un año se le retiró.
Y la maniobra está en pleno desarrollo. Sus periodistas amigos salen todos los días a sugerir que tiene derecho a ello, los líderes del PP, con Casado y Rajoy a la cabeza, se han lanzado a proclamar que ningún cargo pesa contra el emérito y que Juan Carlos es sobre todas las cosas quien trajo la democracia a España, un héroe perseguido, a fin de cuentas.
El movimiento, inesperado pero muy bien orquestado, solo puede tener un objetivo: presionar al actual monarca a que se abstenga de tomar medida alguna que pueda dañar los intereses de su padre y permita que éste vuelva a España para disfrutar de sus últimos años de vida con todo el dinero del que se ha venido apropiando seguramente desde el inicio de su mandato, hace más de cuarenta años.
Las impresiones que transmiten los que saben coinciden en señalar que lo más probable es que ninguna decisión judicial, empezado por la que se espera de los tribunales británicos en las demandas interpuestas por Corina Larsen, alteren la paz de la que desde esta semana disfruta el emérito. En definitiva, que Juan Carlos ha salido de rositas.
La razón de estado explica ese resultado deprimente. Tal y como se han ido configurado las cosas, y particularmente una Constitución que no es posible reformar, al menos en lo que a la monarquía se refiere, la España democrática no puede permitir que un monarca se siente en el banquillo de los acusados. Y menos que sea condenado. Y si hay que inventarse la salida que sea para evitarlo, se inventa. Para escarnio de quienes se vean obligados a darle forma, el gobierno de izquierdas incluido.
Condenar a Juan Carlos por alguno, de la interminable lista de delitos que cualquier ciudadano sospecha que ha cometido, pondría en grave peligro el futuro de la monarquía y, por tanto, la estabilidad de todo el sistema institucional. Por muchas ganas de que se haga justicia, de que también el emérito pague por la corrupción, ese es un hecho insoslayable. Que evidencia con toda crudeza la debilidad del entramado sobre el que está montada nuestra democracia. Solo una ruptura del mismo podría propiciar otro tipo de solución.
La operación de disuasión que hace un año emprendió Felipe VI de la mano del Gobierno para convencer al emérito de que desapareciera de la circulación parece que ha fracasado. Juan Carlos no renuncia a nada, se siente ofendido por el trato al que le han sometido y quiere volver con gloria. La derecha le apoya. Seguramente solo para presionar también en ese frente a Pedro Sánchez y a los suyos. Porque, ¿está dispuesto el PP a gobernar con una monarquía en crisis y un Felipe VI al borde del abismo? Puede que sí, pero eso también nos ilustraría sobre la clase de gobierno que nos esperaría si la derecha ganara las futuras elecciones.
Hace un año, el actual monarca dijo: "La Corona debe preservar su prestigio y observar una conducta íntegra, honesta y trasparente", en una clara alusión a los desmanes de su padre. Confirmó así, ya lleva un tiempo en ello, que él no era como Juan Carlos, que su comportamiento era intachable, lo cual sigue siendo el único argumento para parar las críticas a la institución que desde hace ya años no dejan de crecer en los más diversos ámbitos de la sociedad española, especialmente en su juventud, aparte de en Cataluña y en el País Vasco.
Pero ese argumento no es totalmente sólido en algunos aspectos cruciales. Sobre todo porque Felipe ha convivido demasiados años con su padre como para haber desconocido sus prácticas irregulares y, particularmente, el extraordinario montante económico que de las mismas había resultado. Y del que él era directamente beneficiario hasta que renunció a la parte que le correspondía cuando ya las cosas habían ido demasiado lejos. Tenía necesariamente que saber.
Eso también marca un límite para la eventual reacción que Felipe VI pueda adoptar a la actual ofensiva de su padre. Sus relaciones no deben ser precisamente buenas después de que su hijo lo obligara a exiliarse en Abu Dabi, y sin asignación presupuestaria, además. ¿Por qué el emérito no va a amenazar al rey con sacar a la luz todo su pasado conjunto si éste se empeña en negarle lo que ahora pide?
Juan Carlos ha demostrado que no se para en mientes cuando algo le interesa. Engañó a los franquistas y permitió que Adolfo Suárez fuera articulando una democracia, traicionó a su padre, que también aspiraba al trono, y vaya usted a saber lo que dijo a los golpistas antes del 23F. ¿Por qué ahora no iba a hacer daño a su hijo? Aunque fuera solo de una manera medida, que no pusiera en riesgo inmediato la monarquía, que es su condumio desde siempre.