Yumurí
Una roca recostada contra otra, un pórtico natural, una formación geológica en forma de cueva. Es el Paso de los Alemanes, obligatorio paraje de la carretera de Baracoa a Maisí. En el estertor del siglo XIX llegó un alemán con su familia y compró parte de estas tierras, por lo que exigía pagar el derecho de tránsito, el peaje. De ahí el nombre, aunque el paso hace mucho es libre.
Una parada de la expedición. Me asomo a los acantilados. No me puedo detener. Por unos escalones desgastados, por piedras aferradas al aire, por las raíces de un árbol, descendemos a Playa Guillermo. Entre enormes rocas, la naturaleza ha labrado con paciencia arenas paradisíacas. Me dejo caer, vencido. Contemplo el paisaje con ojos colombinos.
Pero nada has visto hasta que te asomas al cañón del Yumurí. No aquel río novelado por Ramón de Palma, no el cauce matancero; sino este del Oriente de Cuba. Unos 200 metros de altura que penetran verde adentro, agua adentro.
Dan ganas de volar.
Y ahí mismo, al frente, bajo la fronda del mango, la familia Matos-Durán se dedica a preservar y proteger las polimitas (Polymitapicta), para muchos, los caracoles más hermosos del mundo. Nos permiten entrar a su universo: el rojo encarnado, el sol en miniatura, las rayas delineadas, las volutas perfectas. Cada uno, un diseño único.
Jamás había visto a este molusco en su hábitat natural. Me congelo mirándolos. Ámense así, sin la amenaza de codicias egoístas ni de bisuterías baratas.
Adrián Quintero, el premiado radialista sagüero y Gertrudis Labaceno, la poeta del chocolate, son mis compañeros de aventura. No los hay mejores. Suben a la cayuca para entrar al Yumurí. El remo se hunde acompasadamente. Pasamos los almendros de una ínsula fluvial. El bote nos deja en el inicio del trillo. Directo a la segunda poceta.
¡Qué dulces estos aires!
Serpenteamos el río. Tierra y arena intercaladas. Los restos de construcciones para la exportación de plátanos. Carlos Acosta es el guía, pero este es un bailarín de los senderos. Muestra con orgullo el realismo mágico que le rodea, las plantas y la fauna endémicas. El sonido del pájaro carpintero impregna el camino. La naturaleza, magnífica, nos envuelve.
Voy en comunión al monte. Me despojo en las piedras lavadas. Entro al río como a un exorcismo. Subo, a brazadas, a pie. Floto. Me dejo llevar un tramo por la corriente. Son tres horas que pasan demasiado rápido.
El tetí, un minúsculo pescado aderezado a la baracoesa, nos espera en el Mirador de Punta de Silencio. Me encanta el nombre del sitio, nos urge tanto el silencio. Jugamos al dominó, por aquí abre el doble seis. Belleza e historia se dan la mano. En 1970, una banda de la organización Alpha 66 desembarcó por estos lares con la intención de sabotear los esfuerzos azucareros de aquel año tremendo. No pudieron.
Aun nos quedará Manglito en la bajada. Arena blanca, cristalina. Playa de pecho generoso, mansa, donde se puede avanzar sin temores. Al regreso, contar a Manuel y a Roberto, nuestros anfitriones de Villa Paradiso. Un bautizo exacto, una hospitalidad sin límites. Nos dejamos mimar por la sonrisa de Gladys. Desde las alturas, asoma la bahía de la Primada de Cuba. Yo dije que volvería, y aquí estoy.