El primer crepúsculo del verano
El último libro de Geoff Dyer publicado en castellano, Los últimos días de Roger Federer (Random House), es un continuo destello de talento donde se nos cuenta el crepúsculo de los grandes atletas y artistas; nombres como el del pintor Albert Bierstadt, el cantante Jim Morrison o el mismísimo Roger Federer sirven a Dyer para hablar de él mismo, de su cuello de jirafa y de sus lesiones y traumas.
En una de las entradas del libro, cuando le toca hablar de Bob Dylan, el bueno de Dyer establece un matiz al contrastar el concepto de ir a ver un concierto de Bob Dylan con el de haber visto a Dylan, que es lo que la gente suele hacer. Porque la mayoría va a los conciertos, no ya a ver y escuchar al artista en cuestión, sino a presumir de haberlo visto o escuchado. Esto es un detalle que forma parte de la sociedad espectacular de la que hablaba Guy Debord, una putrefacción moral donde importa más el parecer que el ser.
El ejemplo se puede extender a todas las disciplinas, es decir, que ver cuadros en el Museo del Prado poco o nada tiene que ver con haberlos visto, no sé si Geoff Dyer y yo nos explicamos, pero hay un matiz importante entre una cosa y la otra. No me quiero enrollar más, pues he venido aquí a hablar de George Michael. Lo que sucede es que el otro día, leyendo el libro de Dyer, he hecho inventario de los conciertos a los que he ido para luego decir haber visto a fulanito o a menganita, y como no recordaba haber ido a concierto alguno siguiendo tal tendencia, me ha dado por recordar los conciertos que me habían sorprendido. Han sido unos cuantos, pero, tal vez, el que más me sorprendió fue el de George Michael al que no asistí precisamente para dejarme sorprender.
Fue en Madrid, en el Rockódromo de la Casa de Campo, finalizando los años ochenta, por Sanisidros. El cartel anunciaba a Grace Jones con George Michael y Rubén Blades. Yo fui por Rubén Blades, tremendo contador de historias; un tipo que sabe armar personajes y llevarlos hasta las canciones. Juan Pachanga o Pedro Navaja son algunos ejemplos. Abrió el espectáculo, cayendo la tarde, y nos puso a bailar con su ritmo de cocina latina. Tras el descanso de rigor, ya en la noche, apareció George Michael moviéndose con una elasticidad de muñeco de goma; la barba quemada, las gafas de sol y los botos tejanos ponían atributo al empeño de un chaval que había conseguido poner laurel a su frente a base de talento.
Me sedujo desde el primer momento y eso fue algo que nunca sospeché que me pasaría, pues, por prejuicios absurdos, tomaba a Michael como un fraude, uno más diseñado en los consejos de administración de las discográficas. Luego, años después, su versión del Calling you con Lisa Stansfield y los Queen me sirvió para inaugurar la primera casa que alquilé en mi vida. Abrí las ventanas y puse la canción a todo volumen. Por eso, cada vez que escucho Calling you vuelvo a ser un veinteañero que se atreve a soñar que alguna vez escribirá una novela de amor donde el asesinato del marido sólo se resuelve al final del último capítulo, con el primer crepúsculo del verano.