Ida Gramcko y Jean Aristiguieta
Por JUAN LISCANO
Ida Gramcko (1924) y Jean Aristiguieta (1925) irrumpieron juntas, en 1942, como niñas prodigio de la literatura. Ambas ardían en fervor creativo. Las alimentaba y destruía la escritura, el vivir vertiginosamente en el espejo de sus propios cantos. En Ida predomina lo conceptual y en Jean, el lirismo. Cada una fue siguiendo su propia naturaleza. Jean se estableció dentro de una voluntad de inspiración permanente, una euforia brillante de cantar frente al mundo todos los días, nueva y primaveral. Su símbolo fue la adolescencia clásica, la primavera y las guirnaldas de los mármoles mediterráneos. Publicó, entre otros títulos: Alas en el viento y Destino de quererte (1942), Tránsito y vigilia (1945), Poema de la llama y del clavel (1948), Abril y ciclo marino (1949), A las puertas del secreto (1951) —momento culminante de su poesía—, Poema para Grecia (1953), Catedral del alba (1956), Nocturnos (1957). En Jean no predomina ninguna inclinación por las formas preceptivas y el neoclasicismo. Más bien persigue una expansión lírica del lenguaje que suele diluirse en la metaforización y la elocuencia. Su poesía se extrovierte como la de Ida Gramcko y si juntamos su nombre con el de esta última no es porque responda a los rasgos señalados hasta aquí, sino por una razón cronológica.
Quizá sea Ida Gramcko con Juan Beroes quien haya absorbido más profundamente la heredad hispánica, pero en su caso ésta no se muestra ostensiblemente, plegando a formas y estructuras determinadas —aunque desemboca, tras un largo proceso, en extensas composiciones rimadas y en sonetos, de verso endecasílabo— su obra más representativa. Ida Gramcko transmutó sus influencias y lecturas preferidas en obra propia y dentro de una maestría lingüística sin audacias sintácticas ni rupturas, escribió libros de gran validez y permanencia. No resulta fácil resumir en unas cuantas líneas la obra vasta, múltiple —ensayos, críticas líricas, poemas, piezas de teatro basadas en mitos populares, prosas poéticas— de Ida Gramcko, una naturaleza de escritor extraordinaria y torrencial. Ida es avidez expresiva, poder incontenible de trasmutar en palabras el universo. Sus poemas se presentaron como recitativos que se nutrían de ellos mismos. Picón Salas apunta en torno a su obra: “Coherencia lírica, tan cerrada y abastecida en su unidad temática, que no se alcanza a definir espigando versos sueltos o rompiendo ese ritmo unitario, como de grande e indivisible recitativo que tienen sus poemas”. Un cuadro, un guijarro, un cuento infantil, un perfume, ponen en movimiento el prodigioso mecanismo poético de Ida Gramcko, quien de inmediato devora esa realidad, la sepulta en su inmenso discurso, la transforma, deshace, rehace, fija, cristaliza. Es una poesía de vuelo mental, con tendencia a la abstracción, con mucha resonancia, ora romántica, ora clásica, ora filosófica, y poca sombra, poco regusto sensual, poco abandono o mejor dicho, nunca rendida, siempre vuelta hacia sí misma como espiral de caracol:
Caracol, el hermano
el mismo yo, más caracol…
Su canto ni se vierte ni se agota. Se hincha, se llena de sí mismo y alcanza profundidad en la distensión y desarrollo cerrado. Su ser sería lo que ella misma expresó de este modo:
Esto fui: una pupila
húmeda, abierta y ávida.
En Ida Gramcko no ha habido melancolías otoñales sino esplendor verbal, lúcido, que no empañó ni siquiera un período de enfermedad psicológica grave cuyo testimonio y triunfo sobre las sombras recogió en un admirable libro titulado Poemas de una psicópata (1965), del cual dice Guillermo Sucre: “Una difícil conquista: después del delirio y la confusión, la más alta serenidad, la visión profunda de su propio destino salvado. Más que una experiencia puramente mística y purificadora. Sobrecoge no sólo por el valor estético, es decir, la fuerza imaginífica y el sentido arquitectónico del lenguaje, sino también por el valor moral, por la sabiduría interior”.
A partir de ese momento —no había publicado desde 1952— se inicia una actividad creadora recrudecida en Ida Gramcko: nuevos poemarios, prosas singulares, ensayos escritos con un tono vivencial. Y su poesía asciende hacia una proyección mística, una transmutación amorosa tan intensa como vehemente. César Dávila Andrade, el gran poeta malogrado, escribió: “En ninguna poesía mística contemporánea como en la de Ida Gramcko se puede encontrar una riqueza mayor de sensualidad transmutada. Casi todo su quehacer lírico, primero, y luego todas sus adivinaciones e identificaciones místicas, han tenido como base la retorcida y frenética tierra del ser sensible encarnado y atribulado por la angustia, la privación y la soledad”). Se refería a Sol y soledades (1966). En Salmos (1968), la tensión sublimadora adquiere un poder y una expansión verbales avasallantes. Su obra, desde Umbral (1942), Cámara de cristal (1943), Contra el desnudo corazón del cielo (1944), La vara mágica (1948) y Poemas (1952) —uno de sus libros fundamentales, “metafísica de comunión con el universo y el destino del hombre”, escribió Guillermo Sucre—, ha seguido una dilatada curva de expansión del lenguaje, de los elementos literarios, dentro de una impresionante unidad temática, una reiteración de sí, de su también expansiva existencia espiritual y mental”.
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