Las peras y las manzanas de los árboles de Santa Ana
Matar un árbol es un crimen contra esos seres únicos, que se haga en tiempos de crisis climática es un crimen contra el medio ambiente y su biodiversidad, incluida la especie humana
A 50 grados a la sombra es difícil defender nada. A la sombra de una marquesina, se entiende, porque árboles van quedando pocos en la ciudad de Madrid. Precisamente un puñado de los pocos árboles que quedan es lo que ha defendido la ciudadanía estos últimos días en la madrileña plaza de Santa Ana. Inasequible al desaliento climático, urbanístico y político, el vecindario se ha plantado frente a los planes del Ayuntamiento de acabar con 47 de los 54 árboles que algún día se plantaron allí, en un tiempo en el que los árboles eran seres tan respetables como para ornamentar un espacio histórico como aquel. En estos tiempos, sin embargo, en los que solo importa el dinero, el poder no respeta ni al árbol ni al vecindario.
En Madrid se han talado árboles para hacer obras en autopistas, para construir aparcamientos bajo plazas del centro histórico, para ampliar líneas del Metro o para que el Bernabéu construya una mole monstruosa que llena los bolsillos de Florentino Pérez y su equipo de fútbol y hace la vida imposible a los habitantes de las inmediaciones. Los árboles de la plaza de Santa Ana serán eliminados para remodelar el aparcamiento subterráneo. En teoría, destruir lo de arriba para arreglar lo de abajo. En la práctica, destruir la vida de arriba ―de la vegetación y de la gente― para que gane dinero otra empresa, Grupo Ortiz, y haga caja el Ayuntamiento.
El barrio donde se encuentra la plaza de Santa Ana se llama de Las Letras porque allí vivieron, ni más ni menos, Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Góngora, Tirso de Molina. Quizá las próximas generaciones no estudien ya sus obras literarias ni sepan qué es un árbol. Sabrán que la ciudad es un espacio hostil, triste, asfixiante, una sucesión de plataformas graníticas sin verde, sin pájaros, sin aire. Donde había cipreses de 30 metros de altura, ciruelos, olmos, prunos, castaños, habrá un sol de injusticia. Matar un árbol es un crimen contra esos seres únicos. Que se haga en tiempos de crisis climática es un crimen contra el medio ambiente y su biodiversidad, incluida la especie humana.
El arboricidio ―ese crimen contra los árboles, la ciudadanía y los otros animales urbanos― es la política de los gobiernos municipal y autonómico madrileños. También en eso se parecen el alcalde Martínez-Almeida y la presidenta Ayuso. Solo en el año 2022, la pareja del PP se llevó por delante casi 60.000 árboles adultos de Madrid. Las cifras tienen la desventaja de que se dicen pronto, en dos segundos se quedan en nada, pero hagamos el ejercicio de pensar, uno por uno, hasta donde podamos llegar, en todos esos árboles: 60.000. Un arboricidio. El modelo de ciudad de granito y hormigón, sin otra sombra que la de las sombrillas de terrazas donde pagas por achicharrarte y consumes, si puedes, para aliviar la sed, lo implantó la derecha neoliberal y la ultra lo está llevando al paroxismo. Qué pueden importar los árboles o la salud de la gente a quien no le importó, diga lo que diga el Tribunal Supremo, la muerte de miles ancianos indefensos durante la pandemia. Es pedir peras al olmo. Al olmo del Ayuntamiento, al olmo de la Comunidad, al olmo del Supremo. Peras y manzanas. Con perdón de los olmos por la comparación.
Sin embargo, queda la gente. Quedan vecinas y vecinos comprometidos con el bien común. Queda una ciudadanía sensible, responsable y culta, que entiende el valor incalculable de los árboles, de las aves, del oxígeno, de la vida, y sale a la calle en su defensa, que se rebela contra el mal infligido por el poder. A pesar de la temperatura insoportable del negacionismo, a pesar de los intereses capitalistas, a pesar de un Goliat que sigue pareciendo invencible. Han salido a la calle in extremis, en pleno éxodo estival, con la angustia y la incertidumbre de no saber si al volver de la ola de calor o de las vacaciones las sierras infernales habrían ya sajado los troncos que hace semanas ya fueron marcados con cruces, como condenados en el corredor de la muerte, como víctimas en el campo de exterminio.
Vecinas, vecinos, asociaciones vecinales de Sol y Barrio de las Letras (con su incansable presidente, Víctor Rey, a la cabeza), y muchas otras personas aliadas con la justicia y el futuro han salido a la calle a plantar cara, y no precisamente al sol, sino a los que se ponen la camisa nueva con los dividendos de la destrucción. También han salido vecinas reconocidas y queridas: la actriz Marisa Paredes, la actriz Nathalie Seseña, las galeristas de Formato Cómodo ―las hermanas Pilar y Mayte Castellano―, la artista Sandra Paula Fernández, entre otras personas que habitan el barrio y los aledaños de la plaza de Santa Ana. El valor de su presencia y su lucha es inestimable, debemos profesarles un enorme respeto y gratitud.
Sé que algunas de esa personas han llegado a enviar una carta a la baronesa Thyssen, solicitando para los árboles de esta plaza el mismo apoyo que dio a los árboles del Paseo del Prado, cuando el impulso arboricida y megalomaníaco del entonces alcalde Alberto Ruiz-Gallardón quiso acabar con ellos. Aquello iba a ser un crimen ético y estético, por lo que Tita Thyssen se encadenó frente a su entonces museo, que quedaría ubicado delante de una autopista si su necesario y mediático gesto no lo hubiera impedido. Más bien, en realidad, lo que hubo detrás de ese gesto: la amenaza de llevarse de Madrid la que era su imponente colección privada.
En la plaza de Santa Ana no hay pinacotecas únicas en el mundo y eso es un hándicap frente a la jarra de sangría. Pero hay árboles crecidos y su sombra, y despreciadas palomas de la paz que se posan en la estatua de Calderón de la Barca esperando que la vida sea al fin ese sueño soñado, e ignorados gorriones que se quedan en la estatura de Lorca para que les recite eternamente los versos del Poema del cante jondo donde el poeta los honró (¡Ay,amor, / bajo el naranjo en flor! El agua de la acequia / iba llena de sol, en el olivarito / cantaba un gorrión. / ¡Ay, amor, / bajo el naranjo en flor!). En la plaza de Santa Ana no hay imponentes museos, pero es el barrio de Las Letras, que guarda la memoria de muchos grandes de la literatura y de la escena teatral, quizá la baronesa se sienta conmovida por la belleza de sus árboles y la salud física, mental y estética de sus tan cercanos vecinos.
El Ayuntamiento de Madrid ha anunciado que los árboles no se talarán en agosto y ha convocado al vecindario a una reunión en septiembre. Quizá entonces pueda salvarse esa belleza y esa vida. Quizás, en el peor de los casos, pueda salvarse una parte (si es que la belleza y la vida pueden medirse así). El delegado de Urbanismo, Borja Carabante, insiste, no obstante, en que el arboricidio se llevará a cabo por el bien de los vecinos. Pero Víctor Rey ya le ha parado los pies y le ha dicho que si quieren pensar en los vecinos hagan un parking público, no matar árboles que embellecen la plaza y dan sombra, cobijo y oxígeno al vecindario. Si Carabante no atiende a las razones técnicas y morales que presenta la ciudadanía, no habrá más remedio que encadenarse en septiembre. Al fin y al cabo, todas somos baronesas de nuestras calles.