Imane, la ciencia y el odio
Cuando aparece un bulo, los periodistas de ciencia nos documentamos para presentar la información compleja de manera accesible y con matices. Pero si toda la evidencia científica es inútil ante una discusión polarizada como la que se ha dado en torno a una boxeadora olímpica, ¿sirve que insistamos?
Cada vez que un grupo propaga un bulo con el objetivo de azuzar el odio a algún colectivo, me resulta descorazonador observar a personas bienintencionadas que agitan papers tratando de pararlo. Ese colectivo puede ser cualquiera: el de la infancia –no sé si se acuerdan pero hubo un momento en que los niños acabarían con todos nosotros si les dejábamos salir a la calle en la desescalada–, puede ser el de las feministas –que tienen la culpa de casi todo–; puede ser el de las personas migrantes, las mujeres trans y un sinfín de ejemplos recurrentes.
El más reciente ha sido el espectáculo del odio dirigido hacia Imane Khelif, una boxeadora olímpica argelina a la que la extrema derecha ha acusado en falso de ser una mujer trans o un hombre. Ella es una mujer cisgénero, es decir, su sexo asignado al nacer (femenino) coincide con el género con el que se identifica.
El Comité Olímpico Internacional (COI), un organismo sin ninguna sospecha de estar impregnado por lo woke, la ha defendido desde el primer momento y ha advertido de que lo que se estaba haciendo contra ella era una campaña de odio y acoso. Atención: el COI tratando de aplacar a hordas de tuiteros, incluidas algunas personalidades políticas y al propio dueño de X; este siglo no dejará de sorprendernos.
¿Sirve desmentir?
En estas ocasiones, lo primero que solemos hacer los periodistas de ciencia es ponernos en marcha para documentarnos, buscar fuentes fiables y presentar la información compleja de manera accesible, pero mostrando sus matices. Creo firmemente que es importante reaccionar con rapidez y rigor ante los bulos, pero cada vez más tiendo a sentir que todos los argumentos que demos contra este tipo de desinformación, que solo busca hacer daño, darán igual ante los que ya han tomado la decisión de tragársela y propagarla, del mismo modo que no se puede razonar con los bullies del patio del colegio que se burlan de su víctima y la señalan con el dedo. Quienes hayan decidido odiar van a odiar, haters gonna hate.
Y, sin embargo, seguimos explicando: la periodista Marta Borraz, en esta pieza, detallaba en qué consiste la condición de Khelif y por qué los cromosomas no son el criterio que se emplea en la competición deportiva.
Los medios han explicado todo esto y, sin embargo, siempre existirá una proporción de personas que permanecerán inmunes a estas explicaciones y cuyas opiniones, con una contundente carga de emociones negativas, no se alterarán ni un ápice tras la exposición a la evidencia. Esto es un problema acuciante para quienes nos dedicamos a las diversas ramas de la comunicación de la ciencia, sobre todo, para quienes creemos que esta profesión puede mejorar el debate social y en definitiva, contribuir a un mundo más justo y vivible. Si toda la evidencia científica que podamos ofrecer es inútil ante una discusión polarizada, ¿de qué sirve que insistamos?
Bueno, yo creo que sirve. Hay personas que no están convencidas y que quieren comprender, como me decía alguien en X: “A pesar de toda la basura, seguir aquí [en redes sociales] permite que haya gente que reciba información correcta (yo, por ejemplo, en el caso de hoy). Una minoría, quizás, pero una minoría que se quedaría sin esas fuentes de información si la gente con rigor y conocimiento se va”. Ojalá más como él.
En el reportaje de Marta Borraz, me impresionó leer una cita de María José Patiño, exatleta española expulsada de la competición en la década de 1980 por haber sido identificada con los cromosomas XY en antiguas pruebas de verificación de sexo, y que consiguió que la Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo (IAAF) eliminara esas pruebas: “Estamos en el siglo XXI, los cromosomas no son ningún argumento para no dejar competir a una mujer. Eso es algo de hace décadas (…) por favor, tengamos rigor científico”. Me ha gustado que ella, cuya historia es muy conocida porque sufrió en sus propias carnes la discriminación, la humillación y la injusticia procedentes de la ignorancia, reivindique que la ciencia es una herramienta valiosa para analizar problemas complejos y proponer soluciones.
En marzo de 2023, y aunque no hubiera deportistas trans compitiendo en el circuito internacional, la IAAF decidía prohibir en competiciones femeninas la participación de deportistas trans que hayan transicionado después de la pubertad. En rueda de prensa, su presidente, Sebastian Coe, señalaba: “Nos guiaremos por la ciencia que inevitablemente se desarrollará en los próximos años en torno al rendimiento físico (…). A medida que haya más evidencia disponible, revisaremos nuestra posición”.
Asuntos sin consenso
Cuando informamos sobre temas relacionados con sexo y género, tenemos un cuidado especial porque sabemos que el debate científico es intenso y complicado. Una investigación publicada en 2023 en BMJ concluía que han aumentado los menores que se identifican como trans y mostraba la falta de consenso entre los profesionales al iniciar el tratamiento médico. Más recientemente, dos revisiones subrayaban la falta de evidencia sobre el uso de bloqueadores de pubertad y tratamientos hormonales en jóvenes.
Somos conscientes de que hay muchas controversias sin conclusiones consensuadas que se deben seguir investigando, y que un patinazo al informar puede hacer mucho daño a personas que quieren vivir tranquilas. Incluso un patinazo en el uso de las palabras afecta a la información que estamos dando.
“La elección de la terminología es importante cuando hablamos de grupos marginados. Ciertos términos pueden tener connotaciones relacionadas con estereotipos sociales o aspectos centrales de las identidades de las personas. Al usar tales términos, podemos respaldar creencias estereotipadas y puntos de vista negativos sobre el grupo marginado y causarle estrés y daño”, explican en el proyecto ‘La ciencia de la comunicación científica’, que, por cierto, recomiendo mucho para interesados en estos temas.
Por eso, tratamos de buscar voces diversas que nos ayuden a entender realidades sobre las que llevamos poco tiempo informando y sobre las que hace falta mucha ciencia. Así lo reclamaba este mismo año en la revista Cell un grupo de científicos y científicas trans y sus familiares, con un artículo en el que, además de señalar la necesidad de un mundo académico inclusivo, también pedían que se lleven a cabo investigaciones rigurosas en cuanto a cuestiones de sexo y género.
Lo más curioso es que ni siquiera deberíamos estar hablando de todo esto en relación con la boxeadora argelina, que es una mujer cis, no trans. El caso de Imane Khelif ha sido una mezcla de transfobia, ignorancia, sexismo, racismo y ganas de hacer daño. Ha sido la muestra de que aquellas personas que eligen odiar no van a pararse a pensar ni a informarse, sino que, aun a riesgo de hacer el ridículo y poner en evidencia su ignorancia, se agarran a lo que sea para hacerse fuertes en su odio. Y también nos ha dado la oportunidad de mostrar que lo más peligroso no es la ignorancia, sino las ganas de dañar.