Después de dos años y medio de una guerra que, desde la liberación de Jersón, discurría sin imaginación ni brillantez táctica por ambos lados, el Ejército de Ucrania ha conseguido sorprendernos —a nosotros y a Putin— con su incursión en la región fronteriza de Kursk. El éxito táctico de las tropas ucranianas, que han ocupado un millar largo de kilómetros cuadrados de territorio ruso, en absoluto supone un punto de inflexión en la campaña. La presión continúa en el Donbás y las sufridas tropas de Gerasimov, haciendo caso omiso de todos los principios doctrinales establecidos desde que Sun Tzu escribió 'El arte de la Guerra', siguen avanzando lenta pero inexorablemente hacia la ciudad de Pokrovsk, un objetivo tan deseable como previsible y, por ello, bien defendido por sus enemigos. En los medios occidentales se han publicado ya suficientes artículos —reconozco haber contribuido a la inflación— sobre los objetivos militares y políticos de la incursión de Kursk: distraer tropas rusas de otros frentes; disputar la iniciativa que, mal que bien, permite al Kremlin plantear la campaña en sus propios términos; crear una zona de seguridad para facilitar la defensa de la región ucraniana de Sumy contra los bombardeos del enemigo; mejorar la posición negociadora de Kiev, tanto de cara al final de la guerra —demasiado lejano para apostar por esta posibilidad— como en las conversaciones sobre el intercambio de prisioneros; recordar a Rusia y, sobre todo, al resto del mundo que Ucrania no ha sido derrotada; convencer a los líderes occidentales de que las líneas rojas que traza el dictador ruso para limitar el apoyo a Kiev son meras invenciones; devolver al pueblo ucraniano la fe en la victoria; y, quizá por encima de todo —porque la guerra durará lo que dure su régimen—, minar la reputación de Vladimir Putin entre el pueblo que todavía le apoya mayoritariamente. Sin negar el valor de muchos de estos objetivos, en parte ya alcanzados, es probable que la incursión de Kursk termine teniendo más importancia en los libros de historia militar que en los relatos sobre esta guerra en concreto. Resulta que, a pesar de los drones, de los satélites y de los teléfonos móviles, ¡la sorpresa es posible! Y los vehículos blindados no son piezas de museo, como se ha llegado a escribir, sino elementos clave de la movilidad de la fuerza terrestre. Con todo, lo que en este momento me gustaría compartir con los lectores es el descrédito del Ejército ruso. Recuerdo —y está la hemeroteca para comprobarlo— que, durante los primeros meses de la guerra, algunos militares occidentales, sorprendidos por los reiterados fracasos de la campaña, defendieron la curiosa hipótesis de que las mejores divisiones de Putin no habían participado en la invasión, sino que estaban en reserva por si fuera necesario hacer frente a la OTAN. Dos años después, todos sabemos ya que Rusia está vacía. Lo que vemos en Ucrania es lo que hay: un Ejército anquilosado en su doctrina, inferior en su equipamiento, cuyo único argumento militar —aunque sea un argumento poderoso— está en la superioridad numérica y en el desprecio a la sangre de sus soldados. Buenos vasallos, muchos de ellos, que bien merecerían otros señores.
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