Festival Internacional de Santander: Ricardo Chailly, corrección y palidez
Chailly (1953, Milán) es desde hace mucho un director experimentado, Hijo de padre compositor, desde muy joven aspiró el aroma de las corcheas. Ha seguido una trayectoria rectilínea y firme, con puestos tan importantes como los de titular de la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam, la Gewandhaus de Leipzig y, ahora mismo, del Teatro alla Scala de Milán. Dirige muy erguido, con movimientos de batuta en todas las direcciones y una notable seguridad de trazo. Resulta siempre animado y fogoso, aunque sabe atemperarse en momentos específicos.
Se ha presentado en Santander, y en Donosti, al frente de su formación «scaligera», un conjunto diestro, de rápida reacción, unitario y solvente, bien equilibrado y, como es lógico en una orquesta predominantemente de foso, con excelentes reflejos. Otra cosa es su calidad tímbrica. Anda falto de densidad, de redondez, de tersura, de suavidad y no mantiene el equilibrio ideal entre familias. Su espectro sonoro resulta en exceso restallante, de un brillo no siempre grato, sin la ideal proporción y una base armónica bien asentada; aunque sigue las indicaciones de la batuta con prontitud.
El programa contraponía, en planteamiento no especialmente lógico, una obra de un romanticismo en vena –«Quinta» de Chaikovski– con otra de un maravilloso y minucioso tejido impresionista, de sonoridades destiladas y sorprendentes giros danzables –las dos suites del ballet «Daphnis et Chloé» de Ravel–. Una prueba para cualquier orquesta y director. Que no ha sido superada del todo. En Chaikovski, con ese espectro sonoro falto de equilibrio y de armónicos graves más bien escuálidos, hubo excelentes momentos, como muchos de los desarrollados en el «Andante cantábile» –con excelente solo de trompa–, aunque en el clímax del movimiento la batuta no supo retener adecuadamente el tempo.
Chailly dirigió con su soltura habitual, pero no acertó a amalgamar del todo el discurso, con sorprendentes tirones y aceleraciones que rompían en cierto modo el canto ligado. Sí estuvo en su sitio el aire danzable del «Vals» del tercer movimiento. En el «Finale» se sucedieron los distintos episodios a buena marcha y relativa claridad. El director supo dar impulso al «Molto meno mosso» que cierra la obra, en donde impuso determinación y rotundidad.
A una orquesta como la de La Scala, –en la que, por cierto, tocó como solista de oboe en la primera parte Roberto Silla, primer atril de la Orquesta Nacional– en una sala de acústica poco reverberante como la del Palacio de Festivales no le va bien la música de Ravel, que sonó bajo el mando siempre autoritario y generalmente claro de Chailly falta de riqueza, de variedad, con planos no bien diferenciados y con opacidades nada adecuadas. Se pudo comprobar bien en la segunda Suite. Ese «Amanecer» que tantas veces hemos escuchado, resultó más bien plano y descolorido. La «Pantomima» tuvo más vida y aire; como la «Danza general», en donde el factor rítmico animó el discurso. En todo caso la cortedad de la paleta sonora, la relativa claridad de los planos y el blanco y negro de la realización impidieron apreciar las múltiples bellezas de la balletística composición. El público, que llenaba la sala, aplaudió con ganas. Pero no hubo bises. Y eso que los músicos habían colocado ya en sus atriles una nueva partitura.