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Haciendas de México: muros de 500 años y un pasado fascinante

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Avancé por la oscuridad hacia la única ventana de la habitación, un hueco en forma de media luna en los gruesos muros de piedra. La abertura tenía barrotes —un vestigio de los días de la conquista de las tierras altas del centro de México por Hernán Cortés a principios del siglo XVI—. Si no hubiera sido porque el espacio, con tres camas grandes en dos habitaciones cavernosas, competía en tamaño con algunode mis departamentos anteriores, podría haber sentido claustrofobia. Me sentía eufórica.Aquellos muros de 500 años de antigüedad nos aislaban no solo del sofocante calor de julio, sino también de los estridentes gallos y los ladridos de los perros. Cuando me desperté a las 5 de la mañana, no fue porque no pudiera dormir, sino porque me entusiasmaba ver el hotel, la Hacienda Vista Hermosa, fundada en 1528, a la luz de la madrugada.Me enamoré de las haciendas mexicanas hace años. La mayoría de las más grandes estaba en ruinas. Sus muros de piedra, puertas arqueadas y acueductos se alzaban sobre los tallos de maíz y las tierras de los ranchos, pero sus muros de adobe se estaban desmoronando, sus terrenos estaban cubiertos de maleza y sus azulejos de talavera descoloridos.Muchas de estas haciendas fueron confiscadas o destruidas durante la Revolución; las tierras de cultivo fueron redistribuidas y sus casas palaciegas, abandonadas. En las décadas posteriores, algunas de estas propiedades, incluida la Vista Hermosa, comenzaron a transformarse en destinos turísticos, pero no fueron restauradas, con un auge en las décadas de 1990 y 2000.El verano pasado, mientras planeaba un viaje a las tierras altas rurales de los alrededores de CdMx con mi esposo, Tim, y nuestros dos hijos, llené un mapa de Google de ubicaciones que señalaban haciendas que se habían convertido en restaurantes evocadores, museos intrigantes, hoteles peculiares y hasta parques acuáticos. Todos a unas tres horas de la capital.Encontrarlas no fue difícil: el estado de Morelos es promocionado como la Ruta de las Haciendas, y la Asociación de Propietarios de Ex Hacienda tiene una lista de una 2 mil 500 en todo el país.​Fuentes, estatuas y murosNuestra primera estancia fue en la Hacienda Vista Hermosa. Cuando llegamos a su descomunal puerta vigilada, a las afueras de Anenecuilco, a menos de una hora al sur de Cuernavaca, nos hicieron pasar a través de imponentes muros de piedra y nos condujeron a un camino empedrado bordeado de palmeras y altísimos cactus.Nuestros hijos, Roxie, de 9 años, y Félix, de 5, corrieron hacia la piscina y volvieron sin aliento. No encontraban palabras para describir lo que habían visto. Construida en torno a un acueducto arqueado de piedra, la enorme alberca estaba rodeada de estatuas, fuentes y buganvillas fucsias. En cualquier otro lugar, una piscina así de elegante pertenecería a un hotel de lujo en el que se hace callar a los niños. El precio de las habitaciones comenzaba en mil 400 pesos, y había niños jugando con pistolas de agua entre la piedra centenaria.Había grandes praderas bordeadas de ceibas cubiertas de enredaderas, establos, una granja en funcionamiento con aves, una capilla en forma de cueva llena de fieles, una antigua plaza de toros y carruajes fuera de circulación. Cada rincón albergaba un atisbo de la historia de México.La mayoría de las haciendas funcionan como hoteles, pero casi todas tienen restaurantes y otros atractivos, como balnearios, campos de golf, paseos a caballo e incluso globos aerostáticos, además de museos dedicados a las tradiciones regionales, como el Museo del Pulque de la Hacienda Soltepec en Tlaxcala.En Cuernavaca pasamos al brunch —crepas con salsa de chile poblano, hot cakes, fruta fresca— en La Distral, el restaurante de la Hacienda San Antonio el Puente. El acueducto fue adaptado como muro para dividir las secciones del amplio comedor del patio; el espacio interior-exterior estaba cubierto por un tejado de metal industrial, estilo granero, con hiedra que colgaba como una cascada. Delante había un estanque largo, un jardín exuberante y una fuente que parecía un géiser.Una característica de casi todos estos centros agrícolas caídos en desuso era el agua: que fluía por canales, brotaba por túneles, salpicaba desde acueductos; uno de los activos más potentes de la hacienda, pues además de riego proporcionaba energía mediante ruedas hidráulicas y vapor. Hoy en día, esta agua corriente sirve como telón de fondo atmosférico y máquina de ruido blanco.Después de comer, fuimos a la cercana Ex Hacienda de Temixco, un parque acuático con toboganes de colores en espiral, paletas y una serpenteante masa de agua. En medio de toda esta gloriosa cursilería, había patios de piedra tallados con relieves religiosos.En el Hotel & Spa Hacienda de Cortésnos dimos el lujo de disfrutar una comida en el patio del romántico comedor, donde los muros de piedra estaban cubiertos de enredaderas, un árbol crecía hacia el techo y las mesas cubiertas de mantelería y elaborados arreglos. Pedimos una ensalada César extraordinaria que es vistosamente preparada junto a la mesay chiles en nogada. Entre los otros platos había codorniz preparada según una receta de 1853 y cochinillo en hoja de plátano.En general, la comida de las haciendas resultó ser menos emocionante que el entorno. Mi restaurante de hacienda favorito, por el ambiente, está en el extremo sur de Ciudad de México, en la Antigua Hacienda de Tlalpan. Ahí, en un comedor decorado con vitrinas llenas de antigüedades, los trajeados meseros sirven platos clásicos como mole poblano y pato en pipián bajo un techo de vitrales, mientras los cantos de los músicos compiten con las fuentes y los gritos de los pavos reales.Candelabros oscilantesNo había planeado pasar la noche en la Hacienda San Gabriel de las Palmas, un hotel de 20 habitaciones en Amacuzac, Morelos, pero Tim me sugirió que me tomara una noche para mí. No lo dudé.Las Palmas, que en su día fue una de las mayores haciendas azucareras del país, es exclusiva y no permite que quienes no se hospedan ahí visiten su restaurante o sus jardines sin reserva previa. (Los precios de las habitaciones —la mía tenía techos altos con arcos de piedra, obras de arte religioso y una tina de hidromasaje— empiezan en 4 mil 440 pesos por noche, y las suites cuestan más de 20 mil 893 pesos por un fin de semana).Este es el tipo de lugar donde el personal, vestido con pantalones color caqui y guayaberas azul pálido, te saluda por tu nombre: “Buenos días, señorita Moon”.Durante la cena el viento soplaba a través del comedor al aire libre con sillas de mimbre de respaldo alto y candelabros oscilantes, apagando las velas.Más tarde apareció una gotera en el techo de mi lujosa habitación, y rápidamente me llevaron al edificio principal mientras el personal reorganizaba la habitación para evitar que el agua cayera sobre mi cama. El desvío me dio la oportunidad conocer una de las galerías de la hacienda, donde las antigüedades coloniales y las obras de arte de la casa se exponían casi en penumbra mientras afuera caía una tormenta eléctrica. A la mañana siguiente, di un paseo a caballo con Gerardo Flores, un distinguido entrenador de caballos que trabaja en la hacienda desde hace un cuarto de siglo.Belleza nacida de la oscuridadCuando llegamos a la Hacienda Santa Bárbara, llevábamos horas recorriendo carreteras secundarias mientras los cúmulos de nubes brotaban sobre el paisaje verde eléctrico de Tlaxcala. Al poco tiempo, las estribaciones del volcán La Malinche se difuminaban tras los limpiaparabrisas.Santa Bárbara es una reimaginación creativa y política de una hacienda tradicional. En lugar de un museo de antigüedades, la galería expone la obra de Malena Díaz, una artista y fotógrafa tlaxcalteca cuya obra representa a luchadores queer de lucha libre y a campesinos que producen el famoso maíz sagrado de la región.En lugar de piscina, hay un temazcal. Las excepcionales comidas caseras —tanto el desayuno como la cena, servidos en un comedor oscuro, iluminado con candelabros— estaban incluidas en el costo de la habitación.Cuando llegamos, la hacienda resplandecía con luces. Antiguos perales y manzanos de hojas húmedas se erguían en un patio de maguey y lavanda. El lugar estaba vacío, salvo por un estoico trío de huéspedes de edad avanzada sentados en silencio en la larga mesa del comedor, y dos mujeres con un perro pastor inglés gigante.Tras una cena de calabaza rellena de queso en una salsa de tomate suave y caldosa, se encendió una chimenea en la sala común, y el fragante humo de la leña se unió a los aromas de la cocina, cuyas paredes estaban decoradas con cerámica de barro. No había internet, pero sí juegos, además de pinturas y pinceles; pavorreales de cerámica, sin pintar, en espera de un momento de inspiración.Nuestra habitación, decorada con arte popular, tenía un techo alto de vigas de madera y baldosas de barro. El baño tenía tragaluces, un espejo de aluminio prensado y una tina de hidromasaje.Por la mañana, los niños corrían, zigzagueando entre magueyes, salvia y maíz. Visitamos a los caballos en un rincón en ruinas, donde los muros de piedra creaban corrales improvisados, y subimos por la desvencijada escalera de caracol de madera de la capilla en desuso. Era el punto más alto a quién sabe cuánta distancia, por encima de las copas de los árboles, mirando a lo lejos; enfocamos nuestra vista y nos dimos cuenta de que hoja tras hoja, cornisa tras cornisa, estaban llenas de orugas verde brillante.De vuelta hacia abajo, a través de la oscuridad de la escalera, detectamos capullos. Primero uno, luego otro; demasiados para contarlos. Parecía que la capilla de la hacienda se había convertido en un criadero de mariposas. Era una ilustración conmovedora de lo que me había atraído de las haciendas en primer lugar: una belleza extraordinaria, nacida de la oscuridad. La capacidad de un lugar para transformarse, unay otra vez.c.2024 The New York Times Company



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