Por qué cierta izquierda se abraza a Putin y Asad
Lo más absurdo e hiriente es ver a gente que defiende los más profundos y bellos ideales incluso en sus asambleas de vecinos envuelta de repente en la justificación de la tortura y encarcelación de sus pares a miles de kilómetros de casa
La dinastía de Al Asad en Siria ha sido derrocada en una fulminante e inesperada ofensiva por parte de un conglomerado de fuerzas encabezadas por una organización de fundamentalistas que es heredera de Al Qaeda –y que además está considerada como terrorista por Estados Unidos y la Unión Europea–. La dinastía Al Asad llevaba en el poder desde 1970, y durante todo este tiempo ha sido una dictadura de partido único en la que se perseguía y torturaba a la disidencia. Entre esta disidencia ha estado de manera destacada los islamistas de los Hermanos Musulmanes, pero también sectores comunistas y kurdos.
Como recordó la periodista Olga Rodriguez en su maravilloso 'El hombre mojado no teme la lluvia' (2009), “en Siria la gente tiene miedo de hablar en voz alta de determinados asuntos” y “en las cárceles hay unos cuatro mil defensores de los derechos humanos y detenidos políticos”. Se trataba de un régimen político que, si estuviera en Europa, sería claramente denunciado por todas las organizaciones de izquierdas españolas. Pero no está en Europa.
En el terreno internacional la dinastía de Al Asad ha sido aliada de Irán, de Hamás y de Hezbolá y, por lo tanto, enemiga de Israel –quien le arrebató ilegalmente los Altos del Golán en 1967– y de sus aliados occidentales. Sin duda la reciente debilidad militar de los principales aliados de Al Asad, Irán y Rusia, se encuentra detrás del rápido desarrollo militar de las últimas semanas. Pero este posicionamiento internacional por parte de Siria es también el principal factor que explica cierta fascinación que hasta ahora ejercía la dinastía siria sobre cierta izquierda europea.
Podríamos convenir que la izquierda ha sido tradicionalmente antiimperialista, si bien hemos de hacer notar que durante los siglos XIX y XX la relación de la izquierda europea con el colonialismo fue, por ser amable, tensa. En todo caso, la narrativa antiimperialista era fundamentalmente correcta en dos puntos centrales. El primero, que el desarrollo económico de los países ricos se ha basado en formas de explotación y apropiación de la mano de obra –tanto esclava como asalariada y no asalariada– y de recursos naturales de los países más pobres. El segundo, que esas formas clásicas de imperialismo han tenido continuidad en la actualidad mediante otras formas más sofisticadas, entre las que podemos destacar el “intercambio desigual” de la escuela dependentista. Como insistía el sociólogo alemán Gunder Frank, el desarrollo de los ricos necesita del subdesarrollo de los pobres.
Sobre estos pilares cabría desarrollar narrativas más sugerentes de lo que significa el imperialismo en el siglo XXI. Podríamos seguir la línea de Jason Hickel, quien recientemente ha cuantificado que las economías del Norte Global se han apropiado, a través del comercio y de sus injustas reglas, de 826 mil millones de horas de trabajo encarnado extraídas del Sur Global. Alternativamente, podríamos recuperar y modificar la noción de “aristocracia obrera” de Lenin para recordar que los estándares de vida de los países desarrollados se siguen basando en el suministro continuo y barato de recursos naturales y salarios procedentes del Sur. Es decir, el consumo de masas propio de Occidente no sería viable si los derechos laborales, humanos y sobre la naturaleza alcanzasen a todos los países por igu7al. Podríamos ir más lejos y apuntar, como hace John Smith en 'Imperialism in the Twenty-First Century', que los Estados del Norte y sus servicios públicos también se sostienen al financiarse, mediante impuestos, de esas transferencias de valor desde el Sur –cada camiseta de una multinacional textil con producción subcontratada en un país de bajos salarios también paga impuestos en el país donde se consume–.
Todas estas líneas son sumamente fructíferas para entender mejor nuestro mundo y sus relaciones asimétricas de dominación y explotación. Sería un magnífico punto de inicio para una izquierda preocupada por la situación de la clase obrera internacional y de las cambiantes condiciones biofísicas del planeta. Sin embargo, no es esto lo habitual. Lo digo con amplio conocimiento de causa –y honda tristeza–: la noción de imperialismo en uso en los partidos de izquierdas refiere principalmente al campo de la geopolítica y la disputa entre bloques estatales de poder. Se parece más al Risk –juego de mesa– que al 'The Accumulation of Capital: A Contribution to an Economic Explanation of Imperialism' de Rosa Luxemburgo.
No sorprenderá a nadie si afirmo que esto es, con seguridad, una herencia envenenada de la guerra fría. La visión de la izquierda europea fue moldeada en el contexto de la disputa ideológica, militar y de poder entre el campo de la Unión Soviética y el de Estados Unidos, y dicha configuración mental no desapareció con la caída de la Unión Soviética. En todo caso, se reajustó ligeramente. Dos aspectos deben reseñarse al respecto.
En primer lugar, en julio de 1920 y en mitad de la guerra civil, la dirigencia bolchevique, con Lenin y Trotsky a la cabeza, temía que la revolución socialista no terminara triunfando por estar completamente aislada. Como describió Antoni Domènech en 'El eclipse de la fraternidad', eso les impulsó a poner condiciones muy severas a los partidos socialdemócratas europeos –entonces marxistas– si querían participar en la III Internacional. Una de las condiciones más duras tenía que ver con las formas de organización del partido, e implicaba que las fórmulas de autoorganización democrática propias de los partidos europeos debían ser sustituidas por formas jerárquicas propias de un partido clandestino como el bolchevique. El movimiento socialista vivió entonces la fractura más grande tras la primera guerra mundial, y los nuevos partidos comunistas nacieron con fórmulas orgánicas profundamente verticales y dirigidas desde Moscú. Aquello dejó una huella profunda en la tradición socialista y comunista europea que no se resolvió del todo ni siquiera con las olas democratizadoras que impulsaron ciertas corrientes en los setenta (eurocomunistas, ecologistas, feministas, radicales, etc.).
En segundo lugar, y a pesar de la contribución imprescindible de la Unión Soviética a la victoria sobre el nazismo y el fascismo internacional, la guerra fría constituyó un imaginario de bloques profundamente enfrentados. De aquel imaginario no sólo sigue bebiendo la extrema derecha, que acusa de comunista a todo el que disiente con las posiciones propias, sino también cierta izquierda que ha quedado, de alguna manera, viscosamente pegada a aquel contexto. Y aquí, en lo que se refiere a mi argumento, es importante señalar cómo, inadvertidamente, la noción de imperialismo fue modificándose hasta convertirse en una caricatura de lo que había sido antes de la segunda guerra mundial.
El antiimperialismo se redujo, de la noche a la mañana, a simple antiamericanismo o, más específicamente, a manifestarse continuamente en contra de lo que hiciera Estados Unidos. Y claro, en las acciones de Estados Unidos durante todo el siglo XX había argumentos de sobra que hacían ese discurso no sólo digerible sino especialmente adecuado. Se trataba de un país que hegemonizaba la economía capitalista mundial y que no dudaba en usar su inmenso poder para fomentar golpes de Estado y guerras civiles con las que exterminar el potencial emancipatorio de los pueblos del Sur. Con muchas menos ganas se miraba a las invasiones e intervenciones de la URSS sobre otros territorios, aunque cada vez que ocurría solía fracturarse una parte de la izquierda europea –como pasó, destacadamente, con la invasión de Checoslovaquia–. El caso es que, desde el punto de vista de un militante cotidiano –de los que luchaban en sus puestos de trabajo y sus barrios, pero se informaban por el partido–, la lectura del panorama internacional estaba condicionada a esta simplificación bloquista. Ya no había análisis sobre las dinámicas económicas de clase a nivel internacional sino solamente discursos eminentemente políticos que giraban en torno a la justificación de la posición de la URSS y en contra de la de EEUU. Una fórmula fácil para un posicionamiento rápido y oportuno.
Como he dicho, a pesar de la caída del Muro de Berlín, para mucha gente de la izquierda europea los instrumentales de posicionamiento continuaron siendo los mismos. Había momentos en los que el diagnóstico podía llegar a ser sugerente e incluso acertado, ya que, como indiqué anteriormente, el imperialismo ha tomado formas más sofisticadas que, sin embargo, suelen requerir de la ayuda militar. El abastecimiento y provisión de las economías ricas no sólo depende del comercio internacional en abstracto, sino que las cadenas globales de valor deben estar adecuadamente lubricadas y protegidas en sus puntos críticos, especialmente los de suministros de recursos naturales. Las guerras en Iraq, por ejemplo, y las muchas intervenciones en Oriente Medio tienen innumerables vínculos con las razones económicas –agua, petróleo, etc.– y ponen de manifiesto la hipocresía ideológica de Estados Unidos y sus aliados respecto al discurso “democratizador” –pues lo que les vale para Siria no les vale para Arabia Saudí–.
El problema es que la guerra fría ha dejado tuerta a una parte de la izquierda, de manera que ya no sabe ver ningún otro tipo de actitud imperialista en el mundo. Ni aunque se la pongan delante de sus narices. Esta izquierda está sin instrumental para analizar, por ejemplo, la expansión comercial de China en África –y entender la visita reciente de Biden en Angola como una respuesta lenta y torpe tras décadas de inteligencia china– o la invasión militar a la antigua usanza de Rusia sobre Ucrania. Ninguno de estos procesos es teorizado haciendo uso de la noción de imperialismo y, en el peor de los casos, son incluso justificados por su marcado carácter “antiestadounidense”. Esto es algo que, probablemente, hubiera escandalizado a los teóricos originales del imperialismo, quienes se basaban mucho más en las relaciones y dinámicas económicas que subyacían al capitalismo que en la simple competencia militar entre Estados o Imperios.
En resumen, el resultado de todo esto es que existe una izquierda europea que es actualmente incapaz de analizar las relaciones políticas y económicas mundiales sencillamente porque está atrapada en parámetros caducados y que, de todos modos, tampoco servían durante la Guerra Fría. En vez de aprovechar el terreno fértil que abren los actuales teóricos del imperialismo, en su lugar se encuentran echando mano del fosilizado instrumental bloquista. Y eso conduce, inevitablemente, a la simplificación del mapa geopolítico, a la idealización de dictadores, a la subestimación de los costes humanos y naturales, a la marginalización y exclusión de las fuerzas y movimientos de emancipación, y, en definitiva, a acabar justificando crímenes y atrocidades que, si hubieran ocurrido en el país propio, estarían siendo denunciadas. Y eso es, quizás, lo más absurdo e hiriente: ver a gente que defiende los más profundos y bellos ideales incluso en sus asambleas de vecinos envuelta de repente en la justificación de la tortura y encarcelación de sus pares a miles de kilómetros de casa.