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Sudacas go home, dogs welcome

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Quienes hemos migrado a este país nos enfrentamos al racismo casi a diario. Estamos constantemente asegurando a guardias y encargados de tienda que no estamos robando. Estamos siendo perfilados por las autoridades y recibiendo mensajes de odio. Mi sola presencia parece un cartel que dice: extranjera, cuidado

Cuando mi vecina rubia me gritó sudaca, lo que más me enojó fue la ignorancia. No la que hace que una mujer de un barrio pobre me discrimine, sino la que hace que ni siquiera me ofendan como es debido. Soy salvadoreña. Nací en el centro de América, en el trópico. Si me llamaran centraca, por ejemplo, podría pensar en la lluvia escandalosa que cae por las noches y en las flores rojas, grandes y salvajes del patio de mi abuela. De mis viajes a Sudamérica recuerdo muy poco. Y si me van a tratar mal, exijo –al menos– precisión. 

Llegué a Barcelona con menos ilusión de la que cuentan otros. Mi pareja me esperaba y ese era el único puerto al que me aferraba. Migré después de ocho años haciendo periodismo en El Salvador. Necesitaba dejar de escuchar y escribir historias sobre miseria y violencia. 

A finales de 2021 me encontré llorando en el salón de la casa de una persona a la que entrevistaba. Karen tenía 18 y Eduardo, 20 años cuando fueron desaparecidos. Ella se dedicaba a salvar animales de la calle y Eduardo era carpintero autodidacta. La desaparición sucedió en un barrio que se consideraba tranquilo y que yo conocía bien porque fue donde crecí. La madre de ellos me contaba cómo, noche tras noche, soñaba que sus hijos le pedían buscar a la orilla de un río. Tanto la madre como yo sabíamos, sin decírnoslo, que si encontraba el río del sueño, lo que buscaría serían sus restos. 

Ahí tomé la decisión de irme de El Salvador. Me juré que a mis hijos –que no existían– nadie los desaparecería. Días más tarde llegó una confirmación de que ese país de lluvia y flores ya no era para mí. Mis compañeros periodistas de El Faro y yo estábamos bajo espionaje durante el primer gobierno de Bukele con el software Pegasus.

Así que cuando llegué, no estaba precisamente emocionada por visitar el Park Güell, digamos. Quería poder vivir lo que restaba de mis veintes sin llorar. Han pasado tres años y Nou Barris, en Barcelona, es mi casa. Aquí pago la renta, aquí compro, aquí me río, aquí está mi esposo, mis amigas y por supuesto, el racismo.

La vecina rubia me gritó sudaca por chismosa, sinceramente. Escuché gritos que venían de la calle entre ella y otra vecina latina. La rubia se quejaba de la basura tirada por la calle. La latina le pidió que no le gritara, que ella también compartía el enojo. Esto fue suficiente para que la vecina rubia arremetiera. ¿Cómo esa latina piel-morena-pelo-negro, se atrevió a darle una orden? Mi marido y yo salimos al balcón. La rubia me vio: otra latina piel-morena-pelo-negro y soltó otros “sudacas de mierda” más. La policía vino, claro está, pero no por un delito de odio, sino a calmar a la vecina rubia.

Me temblaba el corazón. Daba igual cómo la mujer me haya llamado. Lo que no podía procesar era la cantidad de odio que podía existir en la voz de una sola mujer en una noche preciosa de verano. Sabía que no me odiaba a mí específicamente, sino a todos sus vecinos migrantes, lo cual lo hacía peor. Y aunque hoy diga que Nou Barris es mi casa, ahora sé que es otra en la que el odio también existe. 

Quienes hemos migrado a este país nos enfrentamos al racismo casi a diario. Estamos constantemente asegurando a guardias y encargados de tienda que no estamos robando. Estamos siendo perfilados por las autoridades y recibiendo mensajes de odio. Y es que no necesito hablar mi catalán sin vocales neutras ni mi castellano con acento salvadoreño. Mi sola presencia parece un cartel que dice: extranjera, cuidado. 

Somos necias. Nos quedamos a pesar de que nos traten mal. Pero la necedad no es gratuita. Es también porque hemos encontrado amor, red y humanidad. ¿Qué sería de mi vida aquí sin la Clara, sin la Marta y sin la Paula? Por años me han oído hablar un catalán fatídico y sin embargo, han entendido todo, que era mucho más que palabras. ¿Qué sería de mí sin el Augusto que me escucha tras cada entrevista de trabajo fracasada y en silencio se pregunta –como yo– si “la raza” tuvo algo que ver con el resultado? 

Suelo preguntarme qué vida tendría si no hubiera tomado nunca la decisión de migrar en el salón de aquellos hermanos. Sus cuerpos fueron encontrados en diciembre de 2021. Fueron unos niños preciosos que merecían equivocarse, enamorarse, salvar más perros y construir más muebles. Un par de jóvenes que deberían estar vivos y cuyo caso nadie debería conocer. Porque no debería haber uno.

De mi lado, a veces me siento culpable por tener una vida feliz. Pero defenderé, con los dientes si es necesario, el derecho a vivir mis pequeñas alegrías. Este verano pude traer a mi perro a Barcelona. Cruzó el mar por avión y ahora ladra en un balcón desde el que se ve la montaña. En un paseo, la vecina racista se derritió por él. Le pareció guapísimo, le saludó, le sonrió y me sacó plática para conocerlo más. No me detuve a conversar y ahora pienso que perdí la oportunidad adecuada para pedirle precisión a la hora de lanzar ofensas. Ya me sé el discurso progresista que indica que las personas migrantes tenemos derecho a vivir tranquilas y sin oprobios. Pero también conozco la crueldad del mundo. Y a estas alturas, una frase hecha –y con geografía incorrecta– no me hará irme de casa. 




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