A regañadientes y con la sombra de los recursos ante el Tribunal Supremo planeando sobre La Moncloa, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, acude hoy a la Conferencia de Presidentes autonómicos que se celebra en Santander. Este órgano ocupa el máximo nivel político de cooperación entre el Estado y las comunidades, según su Reglamento. Sin embargo, Sánchez solo ha aceptado convocarla forzado por la presión de los recursos presentados en la Sala Tercera del Supremo por diversos gobiernos autonómicos del PP. La práctica política de Sánchez en relación con el sistema institucional del Estado queda retratada en el doble rasero con el que responde a presidentes legítimos, por un lado, y a prófugos de la Justicia, por otro. Para reunirse con los presidentes electos de las comunidades, ha hecho falta acudir a los tribunales de Justicia y reclamar de forma continua la convocatoria de la Conferencia. En cambio, Sánchez no duda un minuto en desplazar las delegaciones que sean necesarias a Ginebra para reunirse con el fugado, y bajo orden de detención, Carles Puigdemont, provocando una deslocalización irresponsable y dolosa de la dinámica política española, que debe estar residenciada en las instituciones democráticas nacionales y en sus legítimos representantes. Sánchez no hará nada por el éxito de la Conferencia de Presidentes porque sería ir contra sus propios actos desde el inicio de la legislatura. Tal Conferencia se acomoda a la organización autonómica del Estado, que es el modelo constitucional de 1978. Una vez obligado por el órdago ante el TS, Sánchez se ha dedicado a desnaturalizar su contenido y alcance, de tal forma que ni en la víspera envió propuestas y documentación a los asistentes ni probablemente hoy vaya más allá de centrar todo en la vivienda. Todo serán vetos cruzados. Porque el actual mandato de Sánchez se apoya en unos pactos espurios con PNV, ERC y Junts –más el oculto con EH Bildu– que tienen en común la quiebra del Estado autonómico para avanzar hacia un Estado confederal, es decir, de soberanías equivalentes reconocidas a lo que hoy son comunidades. El pacto fiscal con Cataluña, auténtico concierto de tufo decimonónico, es incompatible con los valores que encarna la Conferencia de Presidentes, fundada sobre la idea de intereses comunes entre todos los territorios españoles. Que Sánchez no haya puesto ese pacto fiscal con Cataluña en una ley responde más a su método de engaño aplicado a sedicentes «socios» que a una retractación de semejante despropósito. Además, Sánchez considera territorio hostil todo aquel escenario que no puede manejar, sea el de los medios, el de la Justicia o, como es el caso, el del poder autonómico, en el que el PP es casi hegemónico y en el que los populares ponen a prueba su alternativa de gobierno político y gestión administrativa. Si, hasta el momento, problemas nacionales como la inmigración, la vivienda y la sanidad no han recibido del Gobierno de Sánchez propuestas para un pacto de Estado con el PP, difícilmente lo hará hoy cuando su objetivo político declarado es no ceder en el enfrentamiento abierto con algunos gobiernos autonómicos, especialmente el de la Comunidad de Madrid, para recuperarlos en las elecciones de 2027. No es admisible que el rastro que deje Sánchez en las instituciones del Estado sea el de la fractura interna partidista y la desconfianza creciente de los ciudadanos, empujados a optar entre el populismo y la indiferencia.