Nunca es invierno en la isla en la que vivo hace treinta años. En rigor, nunca hace frío. Refresca un poco en el invierno presunto, teórico, pero no hace realmente frío. Hay solo dos estaciones en la isla bendita que me dio cobijo: una, el verano, que dura medio año o poco más, de abril a octubre, con temperaturas sofocantes, abrasadoras, que incendian la piel, y con lluvias persistentes que todo lo inundan, y con amenazas de huracanes que arrastran la furia ciega de los dioses; y otra, el invierno, que, ya dije, es una ficción, una simulación o una impostura, unos meses, de noviembre a marzo, en los que la temperatura baja como mucho a quince o catorce grados...
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