Transportistas de estudiantes y turistas piden modernización del CTP
En mayo de 1965, se promulgó la Ley Reguladora del Transporte Remunerado de Personas en Vehículos Automotores, con la cual se pretendía poner orden en la actividad autobusera.
Tuvieron que pasar varias décadas para que los gobiernos se percataran de que existía una actividad conexa, a la que esa misma ley llamó “residuo”, algo descartable y superfluo que no valía la pena reglamentar y, mucho menos, legislar en favor de tan pequeño grupo de posibles transportistas.
La historia nos cuenta que ese “patito feo” fue creciendo y, por consiguiente, en 1984, un decreto del Ministerio de Obras Públicas cambió el paradigma.
Así fue como los transportistas que trasladan estudiantes, trabajadores y turistas nacieron a la vida jurídica con deberes y unos mal llamados “permisos en precario”.
Se trata de permisos emitidos por la administración que no derivan en ningún derecho para el permisionario y que pueden ser revocados, cancelados o suspendidos sin que esto cause daños o perjuicios que puedan reclamarse judicialmente.
Aunque la Ley 3503 de 1965 no contiene los nombres específicos de estos servicios, estos debieron ser ideados para reglamentarlos.
De la década de los ochenta hasta la fecha, los permisionarios llegaron a ser aproximadamente 18.000. Luego, con la Ley del Consejo de Transporte Público (CTP) en 1999, se creó el ente regulador y comenzaron las penurias.
Aunque la intención inicial fue buena, los permisos se emitían en la cochera de una casa en barrio San Sebastián; en otra casa cercana se encontraban la dirección ejecutiva, la secretaría de actas y, por supuesto, el Consejo.
¡Dios guarde! si se necesitaba algo del archivo, porque era otro calvario. Los años de inercia y las malas prácticas administrativas fueron socavando la idea inicial hasta corromper sus cimientos.
La institución pasó de manejar 30 empleados a 150, y su financiamiento depende de un canon que ha aumentado considerablemente: de ¢12.000 pasó a ¢60.000, luego a ¢120.000 y, paulatinamente, se ha convertido —sin temor a equivocarme— en el canon más oneroso del Estado. Hoy llega a casi ¢235.000.
Como si esto fuera poco, durante los últimos 20 años, administración tras administración hicieron la vista gorda ante casos de aparente corrupción. Incluso este año, las oficinas centrales fueron allanadas y un funcionario fue arrestado. Recientemente, el director ejecutivo fue destituido.
Ahora, además, hay que hacer frente al refrito de un decreto que aspira a “modernizar” el transporte de los servicios especiales.
Se ha trabajado de la mano con la administración: sugiriendo mejoras, presentando textos sustitutos, pagando estudios técnicos y con la vista puesta en el futuro.
La nueva reglamentación es la más ambiciosa de los últimos 40 años. Por consiguiente, se deben automatizar los servicios para poner a disposición de los permisionarios plataformas digitales para permisos y autorizaciones, comunicación y respuestas en tiempo real, y acabar con el calvario de las citas y las odiosas visitas presenciales a las oficinas del CTP.
Las respuestas más deprimentes a las reiteradas solicitudes de modernización son: “no hay dinero” y “no tenemos la tecnología para realizar este proyecto”.
La reglamentación propuesta contiene una normativa enorme y aplastante, con múltiples prohibiciones y disposiciones severas, como que un permisionario podría perder su fuente de ingresos durante dos años si comete una infracción.
De las multas obtenidas se podría financiar el diseño y la puesta en marcha de la modernización del sistema.
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Alexánder Rojas Aguilar es permisionario.