La declaración que prestó ayer Cristina Álvarez, asistente personal de Begoña Gómez , ante el juez Peinado resumió todos los caracteres de una posible malversación de fondos públicos, aunque los presentó con una meritoria táctica de normalidad. Su pauta fue insistir en que tenía como misión encargarse de la agenda personal de la esposa del presidente del Gobierno. Esta labor, sin duda, no tiene ningún significado delictivo, ni es reprochable, porque las esposas de los presidentes siempre han desarrollado una actividad institucional propia, más o menos discreta. Que cuenten con un apoyo de La Moncloa para la organización de esta agenda, con sus derivaciones de logística y seguridad personal, es razonable. Lo que no es razonable es destinar a una empleada pública con sueldo público, encajada en el organigrama de La Moncloa con el cargo de Directora de Programas, a gestionar los súbitos negocios privados de la esposa del presidente del Gobierno. Si era amiga de Begoña Gómez y le hacía «favores», su sueldo tendría que haber salido del bolsillo de Begoña Gómez, quien se lo ahorró al estar a cargo de los Presupuestos Generales del Estado. Estéticamente es inaceptable, éticamente es reprochable y jurídicamente se asoma al Código Penal. Gómez montó un negocio personal de másteres, imprudentemente secundado por la Universidad Complutense, que comienza con la llegada de su marido al poder y para el que utiliza las instalaciones de La Moncloa y a una empleada pública de la Secretaría General de la Presidencia. Puede que Álvarez no tenga responsabilidad por ese posible delito de malversación que sobrevuela la relación con su amiga y que tal responsabilidad se redirija tanto a la beneficiaria directa de sus gestiones, Begoña Gómez, como a aquellos superiores que consintieron su dedicación a los asuntos particulares, nunca oficiales ni institucionales, de la esposa de Sánchez. En todo caso, sería un error normalizar esta administración de fondos públicos, o dar por buenas explicaciones vagas sobre otras esposas de presidentes anteriores. Si ha habido algún precedente en el que la esposa de un presidente de Gobierno ha utilizado medios públicos para sus negocios privados, La Moncloa debe citarlo con nombre y apellidos, fecha y todas las circunstancias que lo aclaren. Y si no, es un bulo. En vez de dar transparencia, el Ejecutivo ha sacado al campo del insulto a Óscar López, nuevo líder socialista madrileño y ministro, quien llamó directamente «prevaricador» al juez Peinado, en una argucia para neutralizar los efectos esclarecedores del testimonio de Álvarez. El nuevo CGPJ tendrá que salir al paso, otra vez, de la campaña planificada y constante de La Moncloa y Ferraz contra Peinado, y otros jueces que, como él, molestan a al presidente del Gobierno y al PSOE. No han sido suficientes tres querellas inadmitidas contra el instructor del caso Gómez y ahora tienen que ir a la calumnia desnuda y directa. Una calumnia que debería ser perseguida de oficio por la Fiscalía, sometida constitucionalmente al principio de legalidad, aunque es una iniciativa dudosa vistas las prioridades de su máximo responsable, Álvaro García Ortiz, alineadas con las del Gobierno. A pesar los intentos por embarrar el terreno, Ferraz y La Moncloa no han podido parar el funcionamiento de la Justicia. En aquello que les afecta no solo participan jueces de instrucción, sino también órganos superiores, como las audiencias provinciales de Madrid y Badajoz, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid y la Sala Segunda del Tribunal Supremo. El insulto de López al juez Peinado es inútil para parar la acción de la Justicia.