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Volver a Macondo, por Raúl Tola

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Como a tanta gente, la noticia de una versión audiovisual de Cien años de soledad me produjo escalofríos. ¿En qué empresa absurda se estaban embarcando los herederos de Gabriel García Márquez y la plataforma Netflix? ¿Eran conscientes de la magnitud faraónica de la empresa y de las dificultades de traducir un libro como aquel al formato cinematográfico? ¿Se habían detenido a pensar en las posibilidades inmensas, casi inevitables, de fracaso?

Lo explicó muy bien Francisco Lombardi hace unos días: «En general, un universo único, simbólico, lleno de resonancias poéticas como el de Cien años de soledad no tiene equivalencia en el cine (…). Hay novelas más adaptables al cine, aquellas que narran situaciones más cercanas a la prosa que a la poesía. Un ejemplo claro es La ciudad y los perros, de Vargas Llosa. Al margen de la valoración de la adaptación cinematográfica, que puede gustar más o menos, su adaptación al cine no traiciona ni deja de transmitir la esencia de los personajes y la historia de la novela… Y eso es porque la naturaleza de la novela de Vargas Llosa es adaptable a la narración audiovisual».

En otras palabras, ¿cómo hacer cine de un libro en el que el principal protagonista no es ninguno de los integrantes de la estirpe de los Buendía, sino el lenguaje? ¿Cómo contar la historia sin esa dimensión poética, producto de la libertad y el virtuosismo con que García Márquez manejaba el español, entremezclando la sensualidad caribeña y el deslumbramiento con que los primeros conquistadores retrataron el mundo nuevo en sus crónicas alucinadas, el talento para generar metáforas rutilantes y la capacidad de retorcer el idioma hasta unos límites desconocidos, algo que solo podría haber hecho un latinoamericano, del mismo modo que el Ulises tuvo que ser obra de un irlandés?

Pero además, ¿cómo hacer un guion de un texto donde predominan las elipsis y la voz pasiva? ¿Donde los diálogos son una rareza, por su escasez y porque los pocos que aparecen son construcciones artificiosas, que se alejan de la oralidad y solo pueden funcionar dentro del universo inventado por García Márquez? Finalmente, ¿es posible convertir en película una novela torrencial y totalizante, de una desmesura arborescente, donde no parece haber un conflicto central, sino muchos conflictos repartidos entre la maraña de personajes y subtramas que se abren, crecen y dividen como unas raíces selváticas?

Ahora conocemos las respuestas que los guionistas y directores dieron a estas preguntas. Mi impresión es que las decisiones que tomaron desnaturalizan la historia y el espíritu de la novela, pero, al mismo tiempo, eran el único camino posible para una producción de este formato, en un soporte como Netflix. Estas aproximan la serie al melodrama, a veces a la comedia de enredos, la hacen resignar buena parte de la dimensión mítica y mágica de Cien años de soledad, y allanan el tiempo, que en la novela es irregular, caprichoso, suele acelerarse y detenerse, con frecuencia salta del pasado al futuro o viceversa, y en esta versión presenta de manera cronológica, casi rectilínea, los mil avatares de la descendencia de José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, desde la fundación de Macondo hasta (en esta primera temporada de ocho capítulos) la vuelta al frente del coronel Aureliano Buendía y el ocaso de la primera generación de los Buendía.

Otro concepto que pierde fuerza, aparece deformado por la concreción del soporte audiovisual, es la idea de lo real maravilloso, esa inversión de los valores de la fantasía por la que resultan normales los acosos del fantasma de Prudencio Aguilar, el saco de huesos movedizos de Rebeca, la peste del insomnio, la resurrección de Melquíades o las premoniciones de Aureliano y, más bien, son motivo de asombro los imanes, el hielo y el daguerrotipo de los gitanos, o la pianola y las caprichosas cajas de música de Pietro Crespi. Es verdad que, cuando los vemos en pantalla, los acontecimientos sobrenaturales de Macondo pierden la fuerza, la capacidad de sorprender y la sustancia metafórica del libro, para volverse anecdóticos y superficiales.

Pero tratándose de una novela leída por tantísima gente, más de 150 millones de lectores que, en los setenta años transcurridos desde su publicación, han fantaseado a su antojo con las generaciones de los Buendía, quizá lo que más cueste sea aceptar la imposición de unas fisonomías para unos personajes y unos paisajes que, irremediablemente, diferirán con las que alguna vez imaginamos, y, en algunos casos, incluso resultarán chocantes. A mí me ocurrió en especial con José Arcadio y Úrsula, a quienes nunca habría pensado como jóvenes y atléticos, lo mismo que con el coronel Aureliano Buendía (aunque la interpretación del actor Claudio Cataño me haya sembrado alguna duda). En cambio, los retratos de Pilar Ternera, José Arcadio hijo, Pietro Crespi e incluso Melquíades (a pesar de su exagerado acento andaluz) se acercan un poco más a la idea que tenía de ellos.

Uno de los mayores aciertos de la serie tiene que ver con algo que no se resalta suficiente: es producida en Colombia, interpretada por actores latinoamericanos y hablada en español. Estamos hablando de una producción con un presupuesto de más de 50 millones de dólares, que 900 personas rodaron en 22 municipios colombianos. Para hacerlo colaboraron más de cien músicos, 150 artesanos y cerca de 850 proveedores locales que levantaron las construcciones del Macondo de utilería sobre un terreno de 540.000 metros cuadrados a orillas del río Alvarado, en Tolima. Este es un nuevo triunfo de Cien años de soledad. Del mismo modo que la novela sirvió para que los ojos del mundo descubrieran nuestra región, la serie servirá de puente para que las productoras ávidas de nuevos contenidos vuelvan la mirada a las historias de América Latina.

También es muy bueno el debate que se ha abierto en torno a la serie, que se ha vivido sobre todo en las redes sociales, satanizadas como vehículo de la mentira, la simplificación, el mal gusto y la estupidez. En las últimas semanas he seguido con mucho interés la polémica sobre los vasos comunicantes entre el cine y la literatura, en la que han intervenido escritores, cineastas, críticos y curiosos, dejando sentados su entusiasmo o desdén, sus reparos e ilusiones, en una discusión cultural como no se veía hace tiempo. Esta ha servido para que nuevos lectores se acerquen a la novela, cuyas ventas han crecido 300%, solo en Colombia.

¿Qué me pareció a mí la serie? A pesar de mis objeciones, me la he pasado bien viéndola. A esto puede haber ayudado que me acerqué a ella con mucha desconfianza y desde el primer capítulo la he visto como una obra autónoma. En otras palabras, aunque inspirada por la colosal novela de García Márquez y, por lo mismo, inseparable de ella, he preferido fijarme en sus aciertos y errores como producción audiovisual (el guion, las actuaciones, la ambientación, la fotografía, la dirección), y no en su fidelidad con la novela o su éxito como homenaje. La tentación de hacerlo es inevitable, pero puede ser tan inapropiada como comparar un cuadro y una sinfonía, además de injusta, porque siempre nos conducirá a la misma conclusión: el libro era mejor.

Porque, tengo que añadir, nada se comparará con la sensación que me embarga cada vez que abro mi manoseada edición de Cien años de soledad y me enfrento a ese comienzo, que puedo saberme de memoria, pero mantiene intacto su efecto avasallador: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo».




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