En el Setecientos, jóvenes aristócratas europeos y artistas apasionados por el mundo grecolatino iniciaron la moda del «grand tour», un largo periplo para sentir in situ las claves helénicas o romanas que avivarían el neoclasicismo. España quedó al margen de aquella corriente, no obstante, hubo algunos viajeros antes de 1800 que visitaron nuestro país como Francis Carter, Richard Wiss, Joseph Townsend, Arthur Young y John Talbot. En 1806 el francés Alexandre de Laborde abordó una ingente obra gráfica sobre España con un tardío academicismo según expresa Pau Pedrón (1995). Y es que, desde finales del XVIII, crecía como reacción el movimiento prerromántico, ajeno a las reglas de las artes, atraído por las emociones ante la naturaleza, los paisajes, lo legendario o el exótico Oriente, claves aparecidas en lugares como Toledo . En 1823, en España, tras salir las tropas del duque de Angulema que auxiliaron al absolutista Fernando VII, llegaron no pocos aventuraros extranjeros buscando rutas repletas de historia y pintorescos usos. Al cruzar la Península en cualquier sentido, Toledo siempre justificaba alguna visita. Hawke Locker, Josep Taylor, George Borrow, Adrian Dauzats y Théophile Gautier fueron algunos de los que pasaron por ella hasta 1840, tomando notas o apuntes que forjarían un recurrente perfil romántico en el XIX. Fue uno de aquellos viajeros británicos que en el primer tercio del XIX llegaron a nuestro país. Nació en 1796 en Chelsea, Londres, en el seno de una rica familia. Se licenció como abogado, aunque su pasión fue el dibujo y la escritura. Seguidamente realizó el grand tour europeo. En 1824, se había casado con Harriet Capel cuya delicada salud motivó que viajasen a Andalucía en 1830, permaneciendo en España hasta 1833. En esos años Ford hizo continuos viajes como cualquier lugareño en dispares posadas. En 1831 subió hasta Madrid para regresar en mayo al sur por Talavera y Extremadura. Recorrió luego el Levante hasta Barcelona, volviendo a Madrid por Zaragoza. En 1832 desde Sevilla viajó por la Ruta de la Plata hasta tierras gallegas. En 1833 la familia anduvo por Andalucía y el norte de África, antes de volver a su país en noviembre. Ford enviudó en 1837, casándose en dos ocasiones más mientras afrontaba otros proyectos. Fruto de su trienio español se llevó infinidad de notas, textos y apuntes de todo tipo que alumbrarían el Manual para viajeros por España y lectores en casa (1847). Una obra de éxito con más de mil páginas carentes de ilustraciones, pero rica en consejos para explorar el país. Su producción gráfica, estimada en medio millar de imágenes permaneció silente en manos de los herederos hasta bien avanzado el siglo XX, siendo, en 2014, cuando aconteció una gran muestra de 203 imágenes que organizó la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Sevilla incluyendo diecisiete vistas toledanas. En todas ellas se constata el interés de Ford por los paisajes y la singular topografía que enmarca la ciudad. Tomó ágiles bocetos o aguadas de pequeños detalles que luego reelaboró en obras más acabadas. Menos atención otorgó a las escenas y personajes populares frente a las pobladas litografías con diversos tipos que produjo el español Genaro Pérez Villaamil desde 1835. La primera fue el 24 y 25 de abril. A la ciudad (alrededor de 13.000 habitantes), decaída de su pasado y repleta de ruinas a consecuencia de la francesada la calificó como «capital enviudada de dos dinastías». Su viaje coincidió con un Tajo desbordado en las vegas y los primeros trabajos en un solar, junto a la iglesia de San Andrés, destinado a un seminario, alentado por el cardenal Inguanzo, que quedaría inconcluso hasta 1882. La provincia estaba gobernada por el corregidor y subdelegado de Policía, el fernandino Antonio María Navarro a cuyas órdenes las fuerzas realistas conducían las frecuentes cadenas de presos que pasaban por la ciudad y vigilaban a los destinados en tareas varias, como fue la apertura, en 1827, de una mina para llevar las aguas del Tajo hasta la Vega Baja. En otoño, Ford volvió a Toledo los tres primeros días de noviembre para regresar a Madrid y acercarse también a otros destinos. De esas estancias es la acuarela tomada desde el castillo de San Servando mostrando la ciudad y sus murallas sobre un abrupto relieve abrazado por el Tajo que atraviesa el puente de Alcántara y, en la cota más alta, el Alcázar ya mutilado desde 1809. El caserío común queda difuso del que solo emergen algunas torres. En otros dibujos y acuarelas bajó al río para encuadrar los puentes de Alcántara y San Martín. En el primero añadió el esqueleto del artificio de Juanelo junto a un agitado cauce y, en la otra orilla, la arruinada fortaleza de San Servando. El segundo puente lo integró en una vista a lápiz con trazos de albayalde aplicados a la silueta de San Juan de los Reyes y al perfil urbano que corona el barrio de la Judería. La fachada principal del monasterio y el inmediato palacio ducal de Maqueda aparecen en otro boceto a lápiz sobre papel. En las páginas del Manual para viajeros sugirió al visitante un recorrido desde la carretera de Madrid hasta el centro histórico. Un complemento a ese itinerario son las imágenes dibujadas -no publicadas en su obra- del Hospital de Tavera, los torreones contiguos a Bisagra, las puertas de Alfonso VI y del Sol, además de plaza de la Estrella, la iglesia de Santiago del Arrabal y la ermita del Cristo de la Vega al pie de la puerta del Cambrón. Por esta última el viajero podía adentrarse en la Judería camino de la Catedral. Ford dedicó a la Primada una larga explicación de su interior, desdeñando el Transparente ajeno a la factura gótica del templo cuyo exterior no dibujó. Desaconsejaba a los magnates de la industria visitar esta «lóbrega, silenciosa e inerte ciudad», con una tortuosa trama urbana, aunque para los artistas y arqueólogos resultase un destino de pleno interés. En el trienio viajero de Ford y su familia por España, el londinense citó lugares de la provincia toledana con obligadas paradas en sus ventas, especialmente al cruzar La Mancha camino de Madrid o bien hacia Andalucía. Pasó por Madridejos, Ocaña o La Guardia anclada sobre un cerro que perfiló en un boceto siguiendo su afición por dilatadas panorámicas. La misma constante se observa en una vista de Talavera de la Reina (entonces, unos 7.000 habitantes) por una emotiva razón: estaba en el campo de batalla donde su admirado paisano, Arthur Wellesley, I duque de Wellington, había derrotado a las tropas napoleónicas el 28 julio de 1809.