El campo que muchos llevamos dentro, el campo amado, el campo que hiela y quema, el que destroza las manos con astiles que los callos lijaban a fuer de peonadas, el que se nos hace amable con resolanos y sombras únicas, con ríos que siguen corriendo por la memoria, con frescas choperas. O candelas de ramón y chozas íntimas que eran un puñado de Dios y de eneas cuando el invierno ladraba y mordía. Ese campo es el que los niños de entonces empezábamos a diseñar -copiado del natural-, cuando desplegábamos nuestra imaginación nacida del cine y de sus películas de romanos o vaqueros o, cuando se acercaban las Pascuas de la Navidad, lo trazábamos copiado de algún Nacimiento local...
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