Érase una vez un reino cuyas gentes vivían tan enfrentadas, salpicadas de fango, atronadas por el ruido, que el rey no se atrevía a conceder títulos nobiliarios a ningún súbdito que hubiera merecido la máxima consideración para en adelante servir de ejemplo y modelo de virtudes al resto de la nación, a la que falta le hacía contar con un cuerpo estable, si no de aristocracia, de meritocracia y nobleza , en su primera y más pura acepción. Enfrascado en una secular riña a garrotazos y escupitajos, emborrizado en una charca a la que cada bando, mitad y mitad, accedía por orillas distintas, el pueblo practicaba el innoble arte del prejuicio sumarísimo para descalificar a todo aquel que cojeara de...
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