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¡Brillemos!

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Meditación para este II domingo de Navidad

En medio de unas densas tinieblas espirituales, Juan el Bautista interpela a los creyentes para que vivan según la luz santísima que llega a este mundo. No basta con caminar bien; hace falta saber hacia dónde vamos. Sin Cristo, la humanidad permanece extraviada en su ceguera, pero con él se abre el horizonte hacia la plenitud de la vida. Es lo que seguimos contemplando en este segundo domingo de Navidad, cuando repetimos la lectura del Prólogo de san Juan. Leamos y meditemos:

«En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: “Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo”. Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Juan 1, 1-18).

El Bautista no es la luz, pero sí su reflejo. Por eso su misión resplandece: dar testimonio de que el Verbo Divino ha irrumpido en la historia como «luz verdadera» (φῶς ἀληθινόν). Así nos recuerda que, sin Cristo, somos como viajeros perdidos en la noche, capaces de caminar, pero sin atisbar el destino.

La fe no es solo creer que Dios existe; es saberse creado por Él, en Él y para Él. Es un acontecimiento transformador que ilumina toda nuestra existencia. Este es el bautismo que Juan anuncia: un paso de las tinieblas a la claridad, de la vida vieja a la nueva. El Verbo Divino, al encarnarse, no solo acampa entre nosotros; com-padece con nosotros. Esa compasión culmina en la cruz, donde la luz parece apagarse, pero realmente comienza a brillar más fuerte, abriendo la historia a la vida eterna. Por eso afirma el salmo: «In lumine tuo videbimus lumen» ("En tu luz veremos la luz", Sal 36,10). ¿Te atreves a dejar que esa luz transforme tus propias cruces en fuentes de vida?

Juan, el último profeta, nos llama a la conversión con una urgencia que no admite demora. No se trata de ser “buenas personas” según criterios humanos, sino de dejarse transformar por el fuego que Cristo enciende en nuestro mundo. La fe exige justicia, esperanza y un cambio radical de vida. La conversión es un acto continuo que nos devuelve a Dios como principio y fin de nuestra existencia. Si hoy escuchas esta llamada, ¿qué excusa te queda para no responder con todo tu ser?

Cristo no es un punto de llegada; es el camino. El Bautista nos invita a rectificar los senderos torcidos de nuestra alma para recibir al Verbo, que es «pleno de gracia y de verdad». Porque no somos nosotros quienes alcanzamos la salvación; es Dios quien nos la ofrece gratuitamente.

La vida es un don que se enciende con la luz de Cristo y se consuma en su amor. Así, el prólogo del evangelio de Juan no solo anuncia la encarnación del Hijo de Dios, sino también el prólogo de toda vida verdadera: aquella que, iluminada por la fe, transcurre en la senda abierta por los profetas y culminada en Jesús. Pero la pregunta decisiva es esta: ¿Percibes y sigues esta luz?

No basta con reconocer la verdad desde lejos; es necesario dejar que atraviese cada fibra de nuestro ser y quehacer. La fe no se limita a conceptos; es un fuego que nos quema por dentro y nos impulsa a anunciarlo al mundo. Si Cristo es la luz verdadera que ha venido al mundo, entonces nuestra vida solo brilla si reflejamos esa luz. ¿Para qué perdernos tras otras luces fugaces?

Cristo no vino para que sigamos viviendo en una oscura mediocridad. Su luz no admite tibieza: o la acogemos y nos convertimos en hijos de Dios, o permanecemos en las sombras, privados de su gloria. Decídete hoy, mientras la luz aún brilla en medio de las tinieblas. Como decía San Juan Crisóstomo: “Si la luz está contigo, ¿qué tiniebla podrá alcanzarte? Si rechazas la luz, ¿cómo te librarás de la noche que te rodea?”.

Como enseñó el papa Benedicto XVI, el mundo nos ofrece comodidad, pero no hemos nacido para esto, sino para la grandeza. Caminemos como hijos de Dios, luminosos y grandes, en vez de seguir dando tumbos en la tinieblas. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene la vida, si no es para llenarla de brillo?




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