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Una respetable conquista de la ciencia

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Abc.es 
Algunos periódicos han protestado contra la carestía del teléfono. He leído tales comentarios y he encogido desdeñosamente los hombros. -Se ve -me dije- que no abundan los asuntos periodísticos como en otros tiempos. Por fortuna, no todos los que escribimos para el público nos dejamos llevar de la primera impresión. A mí, por ejemplo, me gusta meditar largamente los temas que la actualidad me propone y volverlos y revolverlos bajo los haces de luz de mi razón antes de decidirme a exteriorizar un juicio. Esta cuestión del teléfono no tiene una sola faceta. No, ciertamente. Y los que la han juzgado tan a la buena de Dios se arrepentirán de su ligereza al terminar de leer estas líneas. El teléfono presenta dos aspectos principalísimos. Dos, señores míos. Nada se opone a que lo consideremos como un servicio de utilidad pública. Pero mentiría como un bellaco quien le negase su condición de adelanto científico, de conquista de la civilización. Se puede estudiar el teléfono como servicio, y se debe apreciar como adelanto. La situación del individuo ante estos dos aspectos depende de su idiosincrasia. Un hombre práctico, positivo, vulgar, quizá se sienta atraído por el primero. Un hombre idealista, romántico, sensible, preferirá las infinitas sugerencias del segundo. En España somos más bien románticos. España se situó frente al teléfono desde un principio en una posición idealista. Creo que bien podemos jactarnos de ello, como nos jactamos de otras análogas características nacionales. Si consideramos el teléfono como tantos y tantos millones de sujetos lo consideran por el mundo adelante, claro está que el ideal consiste en que haya un aparato en cada casa, en cada piso, en cada habitación. El teléfono, como servicio público, sólo es perfectamente útil cuando todo ciudadano posee uno y esto nos permite comunicarnos con cuantas personas se nos antoje. Naturalmente, para conseguirlo es muy recomendable la baratura. La baratura influye esencialmente en la difusión, y la difusión, a la vez que acrecienta la utilidad del servicio, favorece la ganancia de la empresa. Pero si apreciamos el teléfono como una conquista de la civilización, la cosa cambia, y no sólo es indispensable que lo poseamos, sino que, examinando bien la cuestión, se le resta mucho mérito al vulgarizarlo. Basta con que hagamos nuestra esa conquista, con que la acarreemos al territorio nacional, como hemos hecho con el hipopótamo de la Casa de Fieras o con el gran telescopio del Observatorio Astronómico. No todos vamos a mirar por el telescopio. Sabemos que está allí, y nos produciría mucha vergüenza que no estuviese. Esto es todo. Si en España no hubiese teléfono, nos sentiríamos indignos de figurar entre las naciones civilizadas. Hay teléfono. Y hay un excelente teléfono automático. La última palabra de la ciencia telefónica. Bueno. ¿Para qué más? ¿Para qué más? -objetan algunos-. Es que nosotros queremos utilizarlo. Esa es otra cosa que no tiene nada que ver con el teléfono. Aunque nadie lo utilice, el teléfono no deja de ser un adelanto científico, y no necesita para conservar tal carácter que Juan llame a Pedro y se ponga a conversar con él; tal vez a decir tonterías. En España, el teléfono es un lujo; tan reconocido está su carácter suntuario, que, según me ha referido un abogado, no puede pleitear como pobre quien tenga uno de esos aparatitos en su casa. En verdad, 30 o 33 pesetas mensuales no las pueden pagar todos los ciudadanos. Yo mismo no soy capaz de sostener ese dispendio; gracias a un esfuerzo económico, llegué a poseer algo..., una parte; pero no el aparato entero; tengo la guía telefónica nada más. Cuando quiero comunicar con cualquiera, abro la guía, busco las señas de la casa de ese cualquiera (si figura entre los abonados), y salgo corriendo a visitarle. ¿No es cómodo? No es tan cómodo como tener el aparato completo. No. Pero es un poco más barato. Nunca censuraré el profundo respeto que en España se concede a las conquistas de la civilización, encareciéndolas hasta lograr que no se vulgaricen ni pasen más allá de un círculo de personas escogidas. Que sea la nuestra una nación que no fabrique, por ejemplo, automóviles baratos, al alcance de cualquier pobretón, me ha satisfecho siempre como una prueba de exquisitez. La conducta de Francia, de Italia, de Norteamérica, poniendo cochecitos de serie en manos de simples trabajadores, me parece inmoral. Así se le pierde estimación a la ciencia. Aun en el caso de nuestros teléfonos, se me ocurre que podríamos apretar más las clavijas. Yo reduciría aún el servicio, para aumentar la consideración de tan plausible conquista del saber. Yo haría pagar cada abono a 1.000, a 2.000, a 3.000 pesetas mensuales. A tanto, en fin, que quien dispusiese de uno de esos aparatos lo hiciese constar en sus tarjetas entre sus títulos y se anunciase diciendo: «Fulano de Tal, el del teléfono número tantos». Y mejor sería tener un solo aparato; constituir una gran empresa, traer a los mejores ingenieros americanos y montar un teléfono único en la amplísima sala de un edificio construido para ese fin. A peseta la entrada -con un leve descuento para los militares y los estudiantes de física-, podía ser un buen negocio. Si alguien quería hablar, se le cargaría la mano; después de una fuerte exacción, comunicaría con el señor director de la compañía el tiempo preciso para cambiar un saludo. -Buenas tardes, señor director. -Buenas tardes -contestaría el formidable personaje invisible-. Tengo mucho gusto en contestar a su llamamiento y en hacerle comprobar esta maravillosa conquista de la ciencia, que hemos importado en España sin reparar en sacrificios. El público pesetero rodearía al experimentador para preguntarle: -¿Se oye bien? -Divinamente. Parece un milagro. Y los periodistas correríamos a escribir: «El desbordamiento del lujo de la postguerra inunda a España. Muy atrás quedan los tiempos de la vida sencilla. Ahí está ese prodigio del teléfono automático, al alcance de quien quiera verlo, sin exclusión de sexos ni edades. A un bisabuelo nuestro le parecería imposible...», etc., etc.



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