Robert Eggers estrena Nosferatu y, claro, hay que verla. Pero digámoslo de una vez: a la obra le sobran cuarenta minutos. Y, sin embargo, se mueve. Llega firme el final. Eggers sigue siendo uno de los mejores directores hollywoodenses.Puede que, comparada con La bruja de 2015, Nosferatu salga perdiendo. Justo por su simplicidad, por la economía de recursos que permitía al final llegar más potente.En Nosferatu sucede al revés. El diseño de producción se enreda de modo innecesario. El guion, por ejemplo. Parece avispado hacer una adaptación de otra adaptación, pues Eggers no se inspira en el Drácula de Bram Stoker, sino en la adaptación que dirigió Murnau en 1922. Y la idea seduce porque parece querer exaltar al cine y no someterlo a la literatura. En este tenor uno se fascina con ciertos guiños. Cuando aparece el vendedor de bienes raíces y la escena resulta prácticamente calcada, pero con esos colores melancólicos de toda la película.Otra escena seductora que remite a Murnau es esta: la novia del héroe recibe unas flores que él cortó para ella. La chica lo mira con ojos enloquecidos y susurra: ¿por qué las mataste? Con ejemplos así uno se entusiasma, pero el reloj sigue pasando. Y se acaban las palomitas. Uno se da cuenta entonces de que, lo dicho, la narrativa carece de la contundencia de La bruja, que no tiene la emoción The Northman y que como elogio del cine alemán de los años de 1930 está mejor El faro. Uno entiende a quienes, frívolos, han criticado a Nosferatu publicando aquí y allá que se trata de una revisión sin chiste de un mito muy manoseado. Y es que bastan dos películas de vampiros para sopesar con qué tradición se quiere medir Eggers. En el Drácula, de Bram Stoker, que dirigió Coppola en 1992, hay una escena en que el monstruo revela su faz y grita “mira lo que Dios ha hecho conmigo”. Es una escena de terror teológico. La otra ya en plan de cine antiguo, es algo que todo amante del arte debe ver: Vampyr de Carl T. Dreyer. El ambiente de pesadilla con el que la mercadotecnia elogia a Nosferatu está ahí. Y sobrado. Esta es la palabra que define esta versión de Eggers: sobrado. Uno se pone a comparar, pues, Nosferatu está sobrada de efectos especiales, de gritos, de maquillaje y sobre todo de tiempo. Hay que decir por otra parte que conforme el tiempo pasa con el ritmo del reloj que pinta a la muerte comienza a irrumpir en la obra un tema que, no por manido, resulta poco emotivo: la historia de un amor que desea devorar y ser devorado. Por supuesto, este no es el lugar para estropear uno de esos finales que han hecho de Eggers el grande que es, pero más allá del erotismo sanguinolento de los últimos minutos de Nosferatu, uno realmente se asombra por el modo con que el director se despoja de todos los lugares comunes, los visuales y los narrativos. Hay una persecución, sí, un hombre que busca salvar a su novia, sí, pero en otro sitio hay una bestia y una damisela que recuerdan lo que es nuestra declaración de principios: el cine es ante todo un arte visual. El tópico de la muerte y la doncella que tanto dio a la pintura encuentra aquí su sitio. Uno sabe, entonces, que ha valido la pena todo el tiempo que se perdió en lugares comunes, pues finalmente todo confluye en una imagen que parece incluso un pretexto. Es un cuadro discretamente inspirado en Schiele.Y entonces, ¿a quién le importa que le vuelvan a contar la historia de Nosferatu? Frente a nosotros tenemos una imagen que muestra que la muerte no puede morir.AQ
