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Sin oxígeno no hay paraíso

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Abc.es 
Al contrario que las tragedias terrestres o aéreas, que suelen devenir en conmoción inmediata ante el horror visible, las subterráneas o submarinas tienen siempre un cariz de drama extendido, por cuanto la incertidumbre de su alcance puede llegar a encogernos el alma durante horas, días o, incluso, meses. Quienes somos hijos del siglo pasado recordaremos bien la del submarino ruso K-141 Kursk, ocurrida en el mar de Barents, el 12 de agosto de 2000. En aquel submarino de la clase Oscar se registró aquella mañana una explosión que provocó una reacción en cadena, y la posterior catástrofe. De los 118 tripulantes que iban a bordo la mayoría perdió la vida en los primeros momentos. Pero se sabe que, al menos 16 de ellos -23, según los testimonios manuscritos a oscuras por el marinero Kolesnikov- se refugiaron en la parte trasera y pasaron allí no se sabe si horas o días, hasta que finalmente perecieron. Estos hechos trágicos también han ocurrido, por desgracia muchas veces, en minas, aunque con desigual suerte. Y no es que el invento de quien protagoniza el 'hijo' de hoy hubiera podido salvarles la vida a aquellos pobres militares rusos. Pero, como poco, debe hacernos pensar en cuántas oportunidades de progreso hemos ido perdiendo, especialmente en España, por falta de apoyos. Adrián Álvarez Ruiz podría ser una rara mezcla entre Jerónimo de Ayanz y Ángela Ruiz Robles. Del primero habría tomado su ingenio natural y su capacidad de imaginar máquinas, a partir de lo leído o lo estudiado. De la segunda, su amor a España y su convencimiento medular de que, por encima del enriquecimiento propio y de la fama personal, debe estar el servicio a una causa noble y el agradecimiento a la nación que te ha dado, como poco, carta de naturaleza jurídica como ciudadano. Ayanz y Ruiz Robles ya forman parte de estos 'hijos del olvido' y, desde hoy, también lo hará Adrián Álvarez Ruiz, un palentino, de Barruelo de Santullán, que de su pueblo natal emigró a Madrid como obrero especializado. Poco sabemos de su vida, salvo que en 1932 lo encontramos como jefe de talleres de la empresa ferroviaria MZA, germen junto a otras compañías de lo que luego sería Renfe. Y hemos de suponer que a ese puesto accedería por su inagotable curiosidad y su capacidad innata para dar solución a problemas complejos. Cuenta su bisnieto, José Ignacio Lago Marín, que su abuelo fue un espíritu inquieto, acicateado por las lecturas del siempre deslumbrante Julio Verne. Y pudiera ser la lectura de 'Veinte mil leguas de viaje submarino' lo que hiciera nacer en el ánimo emprendedor de Adrián la posibilidad de idear un depósito que, aun sumergido en agua, permitiera recircular el oxígeno y, con él, la vida. A su invento debió de dedicar nuestro hombre esas horas que otros dedican a jugar a las cartas o a echar la siesta. En su propia casa, para horror de su esposa, construiría Adrián un depósito en forma de minisubmarino que acabaría probando él mismo. Primero, en el estanque de la Casa de Campo, en Madrid, un 20 de octubre, con enorme concurrencia -unos 15.000 curiosos-; y, después, en Barcelona, en un depósito ubicado para la ocasión en su monumental plaza de toros. La faena, si bien se truncaría en el intento madrileño por culpa de una palanca de hierro «menos fuerte que su voluntad», como anota el cronista de una revista de ferroviarios que daba cuenta de la hazaña, fue, sin embargo, un éxito de puerta grande en la capital catalana (8 de enero de 1933). Así, su invención convenció a la Sección de Ingeniería del Estado Mayor Central. Pero, como ha ocurrido tantas veces a lo largo de nuestra historia, una cosa es predicar y otra, bien distinta, dar trigo. Y lo que no había en aquel tiempo era precisamente trigo para todos. Pasó lo esperado. Lo mismo que le pasaría años después a Angelita Ruiz con su enciclopedia mecánica. Había que materializar el convencimiento teórico y las pruebas en inversión real y en hechos. Y, en el caso de don Adrián, aquellos gobiernos inestables de la Segunda República no estaban para muchos inventos. Así que, aunque empresas británicas y francesas mostraron mucho interés en comprar la patente, y hasta el Tercer Reich alemán quiso hacerse con los servicios de aquel obrero palentino, intuyendo que la guerra submarina también iba a estar en los planes futuros de aquel loco llamado Hitler, al final, entre el empeño del inventor en que fuera España la beneficiaria de su cacumen y las guerras, primero la nuestra y luego la Segunda Mundial, el proyecto fue quedando obsoleto. Para cuando un sexagenario Adrián se lo quiso ofrecer a la Royal Navy (1947), la propia guerra había hecho de maestra, y los sistemas de respiración y regeneración del aire en el interior de un submarino estaban ya muy mejorados. Un tal O'Donnell, jefe del Servicio de Búsqueda y Planificación de la armada británica, declinó el ofrecimiento, con la educación con la que siempre los ingleses dicen que no. Y, así, al igual que le ocurrió a Federico Cantero Villamil con su 'Libélula Viblandi', incipiente precursora del helicóptero, el tanque de Adrián Álvarez Ruiz pasó a engrosar la amplia nómina de inventos españoles que 'no se han inventado' nunca. Toda una desgracia.



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