La privación de todos los derechos
Ilustración: Juan Diego Avendaño
Se han cumplido 26 años del acceso al poder del grupo que lo retiene. En ese tiempo se pasó de la legalidad a la usurpación, de la libertad a la dictadura, de las ilusiones a la amargura. Somos menos, desperdigados y más pobres, con pocos muchachos en las escuelas y la gente expuesta a más enfermedades. Se perdió la oportunidad de corregir errores, invertir los cuantiosos ingresos y alcanzar el desarrollo. Con el pretexto de realizar un proyecto liberador, unos pocos se apropiaron de los recursos; y para conservar sus beneficios han privado de libertades y derechos al pueblo que reclama.
Uno de los propósitos que anunciaba el movimiento encabezado por Hugo Chávez en febrero de 1992 era el de “profundizar la democracia”, lo que, necesariamente, obligaba a ampliar y asegurar los derechos de las personas. En realidad, lo desmentía el contenido de los decretos que dictaría el Gobierno de Emergencia Nacional que se instalaría tras la toma del poder: preveían la disolución de los órganos públicos existentes (de elección popular), la constitución de un Comité de Salud Pública, como personificación de la conciencia de la nación y la eliminación de las instituciones gremiales, sociales, sindicales y profesionales. Además, en otros se negaban derechos esenciales a grupos identificados en forma general y difusa (quienes fueran “responsables directos o indirectos de los males que han empobrecido la nación” o “de la profundización del caos en que cayó el país”, o estuvieran “incursos en manejos impropios” o se tuvieran como “personas de mala reputación”).
La opción electoral, escogida a partir de 1995 por los golpistas de 1992, y la larga enunciación de derechos incorporada a la Constitución de 1999, con afirmación de su carácter progresivo y natural, pudo hacer pensar que aquel movimiento (en sus inicios fundamentalmente militar) había adherido a los principios democráticos. Solo quimeras. Al lado de la declaración y los principios mencionados, el nuevo texto constitucional contenía disposiciones que frenaban el proceso de descentralización (iniciado en 1979), fortalecían la concentración de poderes en el órgano ejecutivo (que se había tratado de limitar desde 1961), cuyas atribuciones se ampliaban notoriamente, e incorporaban a la actividad política a las fuerzas armadas (a las que se había tratado de someter a la autoridad civil). Además, permitía la reelección del jefe del gobierno (en forma indefinida después de referéndum, de dudoso resultado, de 2009), práctica que en los regímenes presidenciales conduce a la dictadura.
La Constitución de 1999 sentó las bases del autoritarismo y la arbitrariedad. Se la presentó como expresión de los ideas del Libertador Simón Bolívar (art. 1); pero no era tal. Aunque se declaró como objetivo “refundar la República, para establecer una sociedad democrática, participativa y protagónica”, en realidad se pretendió establecer un régimen de ejercicio absoluto del poder apoyado en las masas controladas por prácticas populistas y el manejo hegemónico de los medios de comunicación. Lo facilitaba la riqueza petrolera que aún en tiempos de bajos precios aseguraba un volumen de ingresos suficiente para cubrir los gastos indispensables para el funcionamiento del Estado. Se intentó justificar la implantación de tal régimen en viejas y nuevas tesis (como las del “gendarme necesario” de los positivistas y la del “mandato popular del jefe nacional” de Norberto Ceresole). Y se quiso facilitar mediante un nuevo ensayo de culto a la personalidad del caudillo.
El establecimiento de un régimen con las características mencionadas implica la negación de la condición natural e intangible de los derechos humanos que crea límites al poder. Por eso la contradicción se manifestó desde los días iniciales del mandato de Hugo Chávez. En efecto, a poco de jurar su cargo, declaró en Cumaná que ante una ley contraria a la justicia, buscaría ésta de preferencia. Tal propósito –que ignora el concepto de ley como expresión de la voluntad general cuyo objeto no puede ser otro que el bien común– supone otorgar al órgano encargado de obligar al cumplimiento de las normas jurídicas la facultad de decidir su aplicación. En pocas palabras, abandonar el principio de legalidad, fundamento de la acción del estado moderno. En su lugar, se impondría la voluntad del jefe, intérprete de la soberanía nacional. De esa forma, desaparecía la garantía de los derechos humanos, que perderían su vigencia.
Desde antiguo, en distintas civilizaciones, se otorgaron facultades (o posibilidades de acción) a grupos (siempre limitados) de individuos privilegiados; pero, en verdad, el reconocimiento de derechos como facultades inherentes a todas las personas, con independencia de su condición, respetados y protegidos por el poder público, es un fenómeno relativamente reciente. No obstante, el mismo tenía antecedentes lejanos en el mundo mediterráneo, concretamente en la tradición judaica, el pensamiento griego y el derecho romano, que recogieron los autores cristianos. La civilización occidental los convirtió en normas juridicas, contenidas en textos cada vez más extensos (desde los “Decreta” de León de 1.188 y la “Carta Magna” inglesa de 1215). Se ampliaron posteriormente para abarcar temas objeto de nuevo interés en la evolución de las sociedades. Venezuela adhirió a esa práctica en el momento de la independencia. El primer documento de ese tipo data de 1811, inspirado en la declaración francesa de 1789.
No ha sido Venezuela un Estado respetuoso de los derechos de sus ciudadanos. A pesar de las manifestaciones de muchos de los gobernantes y de solemnes declaraciones oficiales en aquel sentido, sólo durante pocos períodos han tenido real vigencia o, por lo menos, se ha pretendido lograrlo. La violencia predominó durante los primeros cien años y a ese tiempo siguió otro de dictaduras apoyadas en la “razón” de las armas. El ensayo democrático pretendió superar esa tradición. Pero, no pudo erradicar los excesos y abusos e imponer – especialmente dentro de los cuerpos militares y policiales – la idea de que el uso de la fuerza está sometido a normas y que las personas gozan de derechos en todas las circunstancias. Resulta difícil comprender por qué los oficiales de las últimas promociones castrenses han sido menos apegadas a la ley que las egresadas durante la dictadura de mediados del siglo.
Hugo Chávez advertía con frecuencia que su “revolución era pacífica, pero armada” y para tratar de desanimar a quienes asistían a las manifestaciones opositoras ordenó a los agentes encargados de controlarlas hacerlo “con gas del bueno” (o sea del más eficaz o dañino, en el lenguaje coloquial venezolano). Con tales expresiones (y otras parecidas), incitaba a la violencia contra la población civil. En realidad, admitió la violación de los derechos a la vida e integridad fisica de las personas desde los comienzos de su actuación: los intentos golpistas de 1992 causaron muerte y daños no sólo a quienes se veian involucrados sino a personas ajenas a los sucesos. Después, el desconocimiento brutal de los derechos sociales (especialmente los referidos al trabajo) o económicos (mediante confiscación de tierras o empresas) marcaron una manera de mandar sin sometimiento a normas jurídicas. Para entonces, habían desaparecido los mecanismos de control de la legalidad.
La situación empeoró con el ascenso de Nicolás Maduro, apoyado fundamentalmente por los altos mandos de la fuerza armada. La corrupción, la incompetencia y las políticas adoptadas causaron una grave crisis económica que provocó altos índices de inseguridad, empobrecimiento de la población, deterioro de la infraestructura y los servicios públicos (especialmente los de salud y educación) y la emigración masiva. Para combatir la delincuencia se ejecutaron “operativos” que causaron miles de muertes. En el intento de suprimir la oposición, se inhabilitaron sus organizaciones y se sometió a sus dirigentes a feroz persecución. Miles han sido detenidos y torturados y muchos han sido obligados al exilio. Se suprimió la libertad de información. Se dejó sin efecto la elección legislativa de 2015 y se convocaron procesos fraudulentos. Sin embargo, no pudo el régimen impedir su derrota en la elección del 28 de julio. Entonces recurrió al zarpazo grosero y asumió la usurpación.
En Venezuela no existe un sistema democrático. Se desmontaron sus instituciones y se abandonaron sus principios. No impera el derecho sino la arbitrariedad. No se vive en libertad ni se ejerce ningún derecho. Se persiguen las ideas y las palabras. Por eso, millones (7,8 según estadísticas serias) han sido aventados en todas las direcciones, obligados a correr muchos riesgos. Ahora, cuando el mundo se agita, el régimen intenta mostrar la aceptación de la población. No lo logra porque persiste la voluntad reiniciar la historia, de recuperar la libertad y adelantar un proceso de desarrollo para alcanzar el bienestar general.
X: @JesusRondonN
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