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Jerónimo López, geólogo y alpinista: "En dos días subieron el Everest tres veces más personas que en 35 años"

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El primer español que hizo cumbre en uno de los 14 ochomiles que hay en el mundo habla de la "masificación extrema" de las montañas y la "turistificación" de la Antártida: "Hoy se hacen cosas solo para contarlas"

Las fotos de cien años de escaladas al Everest muestran el impacto del deshielo: “Es la escena de un crimen”

El plan no era ese. Pero, sucede mucho en el alpinismo, las cosas no salieron como se pensaron, el primer equipo no hizo cumbre y Jerónimo López (A Coruña, 1951) se convirtió, junto a Gerardo Blázquez, en el primer español que hizo cumbre en uno de los 14 ochomiles que hay en el mundo. No eran los primeros nacionales en superar esa altitud, pero sí en hollar una cumbre de ese selecto grupo. Hace 50 años de aquella expedición al Manaslu (8.163 metros), que solo fue una especie de punto de partida de una vida de aventuras que también llevó a este doctor en Ciencias Geológicas, profesor emérito en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), al pico más alto del mundo en 1990 y a la Antártida en numerosas ocasiones, entre otra treintena de expediciones a las principales cordilleras de la tierra y a los polos.

López desarrolló una relación especial con el continente helado hasta acabar presidiendo el Comité Científico para la Investigación de la Antártida (SCAR) y del Comité español del SCAR, donde ha colaborado y colabora en diversas investigaciones. Con la perspectiva que dan todas estas décadas de carrera, este geólogo imparte ahora charlas divulgativas sobre los efectos que tiene el cambio climático en las montañas y los glaciares, y el papel de los humanos en él.

López también observa con cierta desolación la evolución del alpinismo en los últimos años y lamenta que escalar montañas se haya convertido en una actividad que, según quién y dónde la practique, “está más cerca del turismo” que del alpinismo. Las colas interminables para tocar el techo del mundo sostienen sus críticas de “masificación extrema” y se convierten en la representación gráfica del dato que dice que hoy suben más personas en un día bueno al Everest de las que lo hicieron en los 35 años siguientes a la primera ascensión. Tampoco entiende la obsesión por lograr récords en montaña, empresas que además obvian el trabajo de otros que las hacen posibles.

Él sigue aferrado a las maneras clásicas y prepara una excursión que conmemorará el 50 aniversario de aquella primera ascensión a un ochomil. Será un grupo pequeño, “que conserve la esencia de lo que algunos consideramos que es el alpinismo: la posibilidad de exploración, de abrir algún itinerario nuevo, de aportar algo”. También rodarán un documental que ponga en perspectiva el paso de estos 50 años y los efectos que ha tenido sobre el alpinismo y las montañas.

No le gusta el alpinismo moderno y utiliza la expresión “hacer algo que aporte” cuando habla de su próxima expedición. Suena casi anacrónico en un momento en el que parece que la gente solo hace las cosas para sí mismo o para poder contar que las han hecho, más que por hacerlas.

El alpinismo es algo más que un deporte, tiene otras componentes. No todos los alpinistas tenemos la misma perspectiva ni buscamos lo mismo en la montaña, aunque a veces se unifique. Y hoy en día uno de esos aspectos que ha cambiado es hacer cosas con la posibilidad de contarlas. Por esto se masifican ciertos sitios: la gente se concentra en los lugares más populares y conocidos, a todo el mundo le gusta mostrar algo que los demás saben qué es. Si tú dices 'estoy en el Everest', todo el mundo sabe lo que es. No es lo mismo si dices el nombre de una montaña que solo unos poquitos saben dónde está. Las montañas, las cordilleras en general, el Himalaya mismo, pero también nuestras montañas, están plagadas de valles, de cimas, de aristas, de paredes donde uno no se va a encontrar a nadie o a muy pocas personas, a la vez que hay algunos sitios que uno sabe que van a estar plagados de gente.

En total han subido a la cumbre del Everest cerca de 10.000 personas. El año 2024, en la última temporada premonzónica, en dos días subieron algo más de 600 personas. En los primeros 35 años habían subido 200

Yo respeto que otros tengan otra visión de las cosas, pero yo no me he visto nunca, y no me veo hoy, pasando un mes en un campamento base con centenares de personas, esperando a que unas agencias equipen la montaña (campamentos, cuerdas, abran huella) mientras llega una previsión meteorológica favorable –que es otro de los temas que ha mejorado extraordinariamente–. Por eso se ven esas colas yendo a la cumbre. Hay centenares, más de 1.500 personas en el caso del Everest, esperando en el campamento base. Y cuando llega esa ventana, salen todos a la vez.

Para dimensionar el fenómeno de la masificación: usted subió al Everest en 1990 y era la persona número 205 en llegar. ¿Cuántos suben hoy en un día?

En total han subido a la cumbre del Everest cerca de 10.000 personas. El año 2024, en la última temporada premonzónica, en dos días subieron algo más de 600 personas. Tres veces más de las que habían subido en 35 años. Es otra escala. El Everest es un caso extremo, pero hoy en día es muy difícil subir un ochomil por la vía normal fuera del montaje de las agencias. No se puede. Hay mucha gente, es un mercado y con las agencias en el Himalaya, en Nepal sobre todo, pero también en Pakistán –esto ha llegado al Karakorum–, en las montañas hay un ambiente muy distinto del que yo he vivido siempre.

¿A qué se refiere exactamente? ¿Puede elaborarlo un poco más?

Casi no se le puede llamar alpinismo, está más cerca del turismo. Vas a una montaña en la que sí, haces un esfuerzo, pero un esfuerzo que se modula a lo que conviene, tomando oxígeno, no te digo ya esto del [gas] xenón que ha salido ahora. No me gusta. O lo de los récords, por ejemplo, que vende mucho. Son falsos récords. Nadie cuenta que para subir todos los ochomiles en poco tiempo la montaña tiene que estar previamente preparada con los campamentos, cuerdas, el oxígeno, la huella. Un helicóptero los lleva de aquí allí, según cuál esté suficientemente preparada o las condiciones sean mejores. Subes en los 4-5 días que eso requiere, y de ahí a otra. Si tienes suerte haces 4-5 ochomiles en poco tiempo... No me gusta la vivencia que eso supone, los valores que transmite hacer un récord, entre comillas, porque tampoco es como correr una maratón por debajo de dos horas.

El incremento de la actividad en el Himalaya y lugares similares también supone una cierta oportunidad para los habitantes locales. ¿Cómo se resuelve la dicotomía entre 'invadir' su tierra y el daño que se causa con la masificación y la mejora de las condiciones de vida para muchas personas que ello trae?

Es un balance. Desde que el alpinismo empezó a desarrollarse en el Himalaya, con los británicos, siempre se utilizaron pobladores locales como sherpas. Cuando nosotros fuimos al Manaslu solo había habido cuatro expediciones. Llegabas a aldeas que no habían visto nunca un occidental –o un japonés, alguna de estas expediciones son también de Asia–. No existían las agencias de trekking, no llegaban reactores, eran aviones pequeños desde la India. Contratábamos porteadores locales y a ellos les venía muy bien, les dábamos una paga y esos pocos que encontraban trabajo se beneficiaban. Hoy, con el desarrollo, en muchos poblados hay lodges o albergues para que se queden los trekkings. Tienen trabajo para ellos, les llegan comunicaciones, internet, han tenido mejoras en su calidad de vida. También se han desarrollado numerosas ONG que ayudan en esos lugares a crear escuelas. Hay toda una dinámica que ha supuesto un cierto desarrollo, aunque sigue habiendo muchas necesidades. Pero, a la vez, cuando ocurren esos procesos, se ven impactadas las actividades tradicionales. La gente abandona los campos, se deforesta porque se queman los arbustos. Pero es que la gente saca más dinero trabajando en esto nuestro temporalmente que con el ganado u otras cosas. Se crean otras dinámicas que también crean tensiones e impactos en la población.

¿Hay marcha atrás posible en estos procesos?

Es complicado, porque no es un tema del Himalaya ni de los ochomiles. Pasa con el turismo en general. Hay una tendencia a concentrarse en lugares que son conocidos por los demás, de los que se tiene muy fácil información, en los que hay muchas comodidades, mucha infraestructura que luego hay que llenar. Una marcha atrás exige planificaciones a medio plazo: tener modelos de desarrollo, saber qué se busca. En el caso de nuestro país, por ejemplo, si quieres urbanizar toda la costa o concentrar el turismo en unos sitios. Es un tema delicado, porque tiene implicaciones económicas y de desarrollo de las poblaciones locales, que en muchos casos, como es el de estos valles del Himalaya, están muy necesitadas.

El turismo en la Antártida está creciendo, en la última temporada se superaron los 100.000 visitantes, que es un récord. Pero afortunadamente la Antártida tiene unas regulaciones que la defienden y deben cumplirse

Otro lugar que se está viendo cada vez más como un destino turístico es la Antártida. ¿Se va a masificar también?

El turismo en la Antártida lleva ya varias décadas, pero está creciendo. El verano allí va de noviembre a marzo; en la última temporada se superaron los 100.000 visitantes, que es un récord. El turismo está creciendo y crecerá, pero la Antártida se mueve en los parámetros de la regulación que hay en el país, que opera afortunadamente bajo un régimen, el sistema del Tratado Antártico, que obliga con unas regulaciones que tienen que cumplirse. Hay que informar a un conjunto de países, si las actividades son intensas hay que contar con permisos, hay zonas a las que el turismo no puede ir...

O sea, que está más protegida porque no es de nadie. No estoy seguro de cuál, pero hay alguna lección ahí.

Es de todos, pero sí, eso es el sistema del Tratado Antártico. Obliga a tomar decisiones cuando las cosas pueden afectar a los demás. Y sin duda es un aspecto fundamental de la Antártida que la ha defendido. Y no es solo con el turismo, también con la propia investigación científica. Porque los científicos nos movemos, podemos introducir organismos foráneos. Hay países que a veces construyen una base donde no la había o una pista de aterrizaje o quieren hacer un sondeo muy grande que va a durar años. Gracias a la regulación existente tiene que realizar evaluaciones de impacto ambiental.

Usted lleva unas décadas yendo a la Antártida. ¿Qué ha cambiado en este tiempo?

Una de las cosas que ha cambiado son las comunicaciones. Esta misma mañana he recibido un WhatsApp de mis compañeros con unas imágenes y unas preguntas de lo que están haciendo. Al principio, claro, no había Internet. Eso ha hecho cambiar muchas cosas, y tiene aspectos positivos y otros no tanto. Es ideal para aspectos de seguridad, de transmisión de información, para la eficacia en la investigación, para pedir auxilio, para conocer la predicción meteorológica con precisión. Por eso no hay que demonizar a las redes sociales, aunque todos conocemos el mal uso que se les da. Antes, después de cenar, todo el mundo se reunía, había una charla, se elegía una película que se veía en común y la elegían unos y otros. Era divertido y favorecía la comunicación. Hoy en día casi todo el mundo después de cenar se va a un rincón a contestar sus whatsapps y sus e-mails.

Usted ha visto con sus propios ojos y observado científicamente los efectos del cambio climático en el polo sur y otros lugares. ¿Qué piensa cuando hay gente que niega lo que para los científicos es evidente?

Hay gente que encuentra vías para negar incluso la realidad más evidente. Si uno llega a creer que la tierra es plana y que cuando llega a la Antártida hay un muro porque detrás te caes no se sabe a dónde...

Como visitante habitual confirma entonces que no hay un agujero allí.

[Sonríe]. Y como geólogo. Pero si hay gente dispuesta a creer eso hoy en día, que hay satélites y sabemos cómo funcionan muchas cosas del planeta, ¿cómo no van a negar las evidencias? Porque el cambio climático, el calentamiento actual, acelerado, es una evidencia. A veces nos preguntan. ¿Usted cree en el cambio climático? Esto no es una creencia, son cuestiones de evidencia.

Usted insiste mucho en esta idea, en destacar que sí, que el clima cambia en el planeta, pero nunca lo ha hecho como ahora.

Es evidente que desde que en la Tierra hay atmósfera ha habido etapas frías y cálidas. Y en los últimos centenares de miles de años se ha repetido muy regularmente, más o menos cada 100.000 años, una etapa cálida similar a la que estamos ahora, y una etapa fría, glaciar, con más hielo incluido. Aunque ahora no hubiera humanos tocaría una etapa interglaciar relativamente cálida, con el nivel del mar creciendo. Pero eso no elimina que los humanos hemos sumado nuestra acción a esa tendencia natural que tiene motivos astronómicos ajenos a nosotros. A eso le hemos sumado una acción innegable que hace que en estos últimos siglos, desde la Revolución Industrial, los humanos somos considerablemente más responsables de lo que se ha calentado el planeta. Los estudios en el hielo muestran que en 800.000 años nunca el CO2 en la atmósfera ha pasado de 300 partes por millón, y ahora tenemos 420, camino de superar las 500 a final de este siglo. Tienen que durar unas cuantas décadas o algún siglo para ser una tendencia, pero la última vez que ha habido valores de 400 ppm fue hace tres millones de años, en el Plioceno, y sabemos lo que subió el mar en ese momento y cuánto hielo se funde de manera natural.

Y cada vez nieva menos. ¿Debemos preocuparnos?

Sí, porque además de que cada vez nieva menos lo hace más tarde. Y no es lo mismo que esa nieve se conserve cuando la radiación solar es más fuerte, en abril o mayo, que en enero o febrero. El suelo no está igual de frío y la nieve se funde antes. Las reservas [de agua] que supone la nieve para las etapas posteriores cambia, los glaciares retroceden. Las evidencias son claras. Cada vez hay menos nieve, cada vez el océano tiene más CO2 absorbido y está más acidificado. La subida del nivel del mar aumenta progresivamente. El CO2 en la atmósfera no para de decrecer. Hay muchos indicadores y todos confluyen en la misma dirección.

En el Pirineo está el proyecto para unir las estaciones de esquí de Candanchú con Astún. También el del Canal Roya, aunque ese lo han parado. En Madrid tenemos el caso de la estación de Navacerrada (aunque esta disputa es más política). ¿Nos estamos aferrando a un modelo que no tiene futuro?

Es una visión muy cortoplacista. Querer destruir una naturaleza extraordinaria como la canal Roya, el Pico Anayet, todo ese sector donde estaba este proyecto que era una colección de torretas con estaciones intermedias para los telecabinas... La industria del esquí no son solo cables para subir y bajar esquiando; es crear urbanizaciones, que es donde está el mayor interés económico. Hay muchos intereses económicos ahí y los que tienen que tomar las decisiones son sensibles a veces a lo que quieren ciertos sectores. Es un tema de enorme importancia tener la escala de valores, de lo que se pierde y lo que se va a ganar o no. Y en un contexto como el que decíamos de cada vez menos nieve el esquí en lugares límite como los que hablamos, de montañas no muy altas y en una latitud muy al sur en Europa y muy influenciada por las corrientes de aire que van a tener un calentamiento progresivo, es un tema que requiere mucha precaución, mucho estudio y mucho consenso. Afortunadamente, hay proyectos que se detienen, como ha sido este del Canal Roya.




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