El caldo de cultivo
La intención de la diputada de Vox Rocío de Meer es, como mínimo, conseguir que se expulse a los musulmanes de nuestro país. Son todos una amenaza; incluido el pequeño Ayoub de apenas un mes de vida y recibido con cariño por todo su pueblo
Las catástrofes sociales no son como los maremotos. No llegan por sí solas. Ni son impredecibles, ni surgen por casualidad. Las guerras, los genocidios y las matanzas responden a causas humanas. Son la culminación de procesos sociales que se gestan durante un tiempo y estallan solo porque nadie es capaz de frenarlos. Esta certeza es especialmente evidente a propósito de la persecución de minorías y los intentos de aniquilarlas que periódica pero constantemente tiñen de sangre la historia de la humanidad. El linchamiento de pueblos enteros, que solo en la actualidad calificamos de genocidio, ha sido –y aún es a veces– una práctica frecuente.
Lo saben bien las minorías. Los pogromos contra judíos, moros o gitanos son una constante histórica en Europa. Durante siglos estas comunidades han pagado caro el ser diferentes y nuestras sociedades han desahogado en ellas muchas de sus frustraciones. Las excusas más diversas han servido para que turbas de los nuestros quemen, violen, torturen y asesinen a sus mujeres y sus niños. Se ha hecho cargar sobre ellos nuestros miedos acusándolos sin razón de traer la peste, secuestrar niños, pactar con el diablo, provocar hambrunas… mentiras, que hoy llamaríamos bulos y que se sustentan en el miedo. Las víctimas de las matanzas étnicas siempre son antes percibidas como una amenaza terrible que necesita de acciones que normalmente irían contra nuestros principios.
En el siglo veinte algunas de estas persecuciones adquirieron un nivel tan infernal que nos hicieron enfrentarnos cara a cara con lo peor del ser humano. Por encima de todas, el Holocausto de los judíos en la Alemania nazi. También, entre otras, el intento de exterminio de los armenios en Turquía, la masacre de un millón de tutsis en Ruanda o los miles de musulmanes ejecutados en Bosnia. Estos asesinatos masivos de millones de personas resultan tan abominables que se han convertido en un símbolo de la mayor degradación posible. En ellos nos impresiona el número inabarcable de víctimas y la infamia de un exterminio sistemático y organizado por el Estado. Sin embargo, no es más que la reproducción a gran escala de las dinámicas de las persecuciones de siempre. Gracias a ellas, a día de hoy sabemos perfectamente cómo se manipula a una sociedad hasta llevar a mucha gente decente y con valores a aceptar la expulsión o el exterminio de personas inocentes.
En la Alemania nazi se exacerbó el odio secular contra los judíos utilizando mecanismos de propaganda para atribuirles los males de la economía del país y presentarlos como una raza explotadora, enriquecida a costa del alemán corriente. En Ruanda, el gobierno hutu utilizó la radio de las mil colinas para deshumanizar a los tutsis, a los que llamaba siempre cucarachas, y acusarlos de crímenes inexistentes. Jugó un papel tan importante en el genocidio que varios de sus periodistas fueron condenados por ello por el Tribunal Penal Internacional. En Bosnia, en los años noventa, las autoridades serbias inventaron y difundieron entre sus conciudadanos el falso rumor de que sus vecinos musulmanes estaban reuniendo armas y preparándose para matarlos e instaurar la sharía. Así que ellos, asustados, decidieron anticiparse y masacraron sin piedad a ancianos, mujeres y niños por el simple hecho de ser musulmanes.
Los ejemplos son interminables, a diversa escala. En todos los casos se abusa de los prejuicios preexistentes contra una comunidad; en momentos de crisis, se desbordan con rumores falsos, provocando odio y la violencia. Sin embargo, a menudo lo que en un país o época lejanos nos parece una barbaridad, lo aceptamos con normalidad si sucede en nuestro entorno más cercano. En muchos pueblos españoles todavía sucede que el rumor de que un gitano ha matado a alguien obligue a toda una comunidad de esa raza a huir para evitar consecuencias peores. Para muchos lectores no será un caso comparable, porque pensarán que los gitanos en verdad son agresivos y peligrosos. Ese es el problema.
El miedo a las minorías lo llevamos todos dentro. Tan dentro que nos cuesta reconocer que su único sustento real es el prejuicio. Desgraciadamente es tan irracional que da igual que los datos demuestren que, por ejemplo, la mayoría de los gitanos no delinquen jamás. Todos estamos seguros de conocer el mundo mejor de lo que nos digan esos datos. Somos tan ciegos que vemos en las minorías un colectivo único y común, a la vez que negamos serlo nosotros mismos. Nos es fácil aceptar que todos los moros o los chinos son iguales; tienen sus cosas. En cambio, nos indigna que nadie nos incluya a nosotros mismos en colectivo alguno.
Así que si la discriminación de las minorías está en el origen de los hechos más terribles de la humanidad, su origen son los prejuicios que desarrollamos inevitablemente contra el diferente. Quienes voluntariamente los fomentan crean el caldo de cultivo para las tragedias. Este es el concepto esencial. La forma de crear un caldo de cultivo para el odio es extendiendo el miedo. Los gitanos nos van a robar, los moros van a violar a las mujeres, los musulmanes van a acabar con nuestro modo de vida, los negros van a debilitar nuestra raza… al presentarlos como amenazas de las que nos tenemos que defender, nos mueven a discriminarlos.
Es exactamente lo que está haciendo ahora en Europa y en España la ultraderecha. Sus partidos son una amenaza para la democracia porque no se limitan a defender las virtudes de un modelo u otro. Más que eso, deliberadamente socavan las bases humanistas de la sociedad, intentan crear las condiciones para que desaparezcan los derechos humanos y fomentan la discriminación. Son los encargados de crear el caldo de cultivo para cosas mucho peores.
La libertad de expresión ampara la libre circulación de todo tipo de ideas, hasta las más extremas. Sin embargo, quienes deshumanizan a un colectivo no están aportando una idea al debate social, sino manipulando la sociedad para incitar a actos de violencia o discriminación. Por eso, nuestro código penal castiga a quien comete estas acciones.
Es lo que ha hecho estos días la diputada de Vox Rocío De Meer. Cuando los medios informaron de que en Vega de Villalobos, un pueblo vaciado de Zamora, había nacido un niño por primera vez en dos décadas la parlamentaria destacó que el bebé se llama Ayoub. Escribió el nombre en caracteres árabes para acentuar que es musulmán y sentenció que el futuro de España es tenebroso, que significa sombrío, oscuro, amenazado. Venía a decir que los musulmanes, por el mero hecho de nacer o vivir aquí son un peligro difuso para todos. De ese modo, ayudaba a azuzar el miedo a los musulmanes y fomentar que se los discrimine. Su intención es, como mínimo, conseguir que se los expulse de nuestro país. Son todos una amenaza; incluido el pequeño Ayoub de apenas un mes de vida y recibido con cariño por todo su pueblo.
Poco importa que los inmigrantes musulmanes sean solo un 2,5% de la población española sin que haya visos de que vayan a convertirse jamás en mayoría en nada. Poco importa que los extranjeros musulmanes en este caso estén ayudando a que salgan adelante pueblos donde no hay mano de obra ni niños. La señora De Meer intenta simplemente deslizar la idea de que su religión es peligrosa y hay que acabar con ellos. Su mensaje fue escuchado y al instante las redes se llenaron de miles de españoles convencidos de que efectivamente ese porcentaje ínfimo de personas es culpable de la pérdida de nuestros valores, el hundimiento de nuestra economía y un supuesto crecimiento de la delincuencia desmentido por todos los datos.
Son las mismas técnicas racistas aplicadas siempre por el fascismo. Y una vez más están consiguiendo convencer a demasiada gente. Por eso es necesario aplicar la ley y perseguir estos mensajes. Porque no difunden ideas, sino que incitan al odio, la violencia y la discriminación. Nuestros fiscales, sin embargo, demuestran en estos delitos una pasividad pasmosa que contrasta con su habitual diligencia.
En esta ocasión la autora ha sido denunciada por una asociación civil de defensa de los derechos humanos, Acción Contra el Odio, aunque la iniciativa no tenga visos de prosperar. La diputada De Meer goza de inviolabilidad parlamentaria. Los tribunales españoles interpretan a veces de manera amplia este privilegio de los diputados, extendiéndolo no solo a la difusión de opiniones sino a otras conductas como la incitación. Así que seguramente ella no pueda ser perseguida por sus actos discriminatorios. Eso no significa que no haya cometido un delito, sino simplemente que no se la podrá juzgar por ello. Sigue siendo importante llamar la atención sobre que se trata de conductas extremadamente peligrosas y prohibidas. El neofascismo de estos personajes tiene una cara más amable y ha cambiado unas víctimas por otras, pero su objetivo es el mismo. Al difundir bulos falsos que nos ratifican en nuestras convicciones intentan que olvidemos la realidad y los datos. Así crean el caldo de cultivo para la peor de las sociedades posibles.