La justicia y sus modos
Visto con perspectiva, lo que ocurre con los interrogatorios en España es un completo desastre, y evidentemente esa falta de conocimiento deriva en sentimiento de inseguridad y puede repercutir en la conducta del juez durante las audiencias
Aunque no era la primera vez que sucedían cosas semejantes, el interrogatorio a Elisa Mouliaá -caso Íñigo Errejón- puso de manifesto una realidad que, aunque no es unánime, no es por desgracia tan infrecuente: un juez con un comportamiento autoritario en las audiencias, fundamentalmente ocupado de eso que llaman “guardar sala”, es decir, que nadie se atreva a formular un atisbo de cuestionamiento, no de su autoridad, sino de su criterio. Muchísimos abogados están cansados de soportar un trato que demasiadas veces consideran humillante, y que desde luego no tiene justificación posible. La Justicia no es obviamente ni el lugar ni la situación en la que el juez puede dejarse ir ni perder los nervios.
Pero insisto en que sucede, desafortunadamente, con alguna reiteración. Y en las últimas semanas hemos visto ejemplos de esas diversas disfunciones que, dada su frecuencia, aunque puedan no ser mayoritarias -hay casos ejemplares, como el de la magistrada-presidente del juicio oral del antiguo caso Urdangarin-, no se pueden considerar marginales. Hemos visto los aspavientos del juez del caso de Jenny Hermoso cuando declaraba inadmisible -impertinente, decimos los juristas- una pregunta, pues incluso teniendo razón en la declaración de inadmisibilidad -y la tuvo varias veces-, la perdía con ese innecesario gesto malhumorado. Se las hemos leído al juez Peinado cuando interrogó en tono de incredulidad a un reo, poniendo en riesgo así la presunción de inocencia, llegando al extremo de alterar en sus preguntas -ojalá que inadvertidamente- lo que había dicho otro reo. Hemos leído en las transcripciones de los interrogatorios cómo el magistrado Hurtado negaba verbalmente a la abogacía del Estado algo tan simple como la determinación concreta, y no divagante, de una vez por todas, del objeto de la imputación contra el Fiscal General del Estado. Oímos hace días el tono innecesariamente imperativo de la jueza encargada de la instrucción contra el hermano del presidente del gobierno. Y para muchos, como decía, llegó el colmo escuchando el interrogatorio a Elisa Mouliaá, en el que el juez no dejó sentarse a la interrogada, no la dejaba hablar, la interrumpía constantemente con sus propios comentarios y deslizaba alusiones impropias en el contexto de alguien que está denunciando violencia sexual, con un innecesario tono de “no te creo” que, desde luego, podría haber formulado de una forma bastante más edificante, si lo creía absolutamente necesario, que me temo que no lo era en ningún caso.
Sin embargo, es obvio que el juez quedó satisfecho con su actuación, puesto que después se atrevió a declararlo así en los medios de comunicación, dando la sensación de que estaba completamente convencido de haber cumplido con su obligación. Es evidente que dicho juez, y otros muchos, desconocen absolutamente aquello que exige la psicología del testimonio, que es justamente la ciencia que disciplina los interrogatorios y que jamás forma parte de la formación de un juez en España. Como mucho, reciben alguna conferencia de esta materia en la Escuela Judicial, o después en su formación continuada, pero en absoluto es algo que aprendan debidamente. Incluso en las simulaciones que se hacen aquí y allá en la formación de tantos juristas, es obvio que el modelo es más bien lo aprendido en la cinematografía americana que en cualquier otro lugar. Visto con perspectiva, lo que ocurre con los interrogatorios en España es un completo desastre, y evidentemente esa falta de conocimiento deriva en sentimiento de inseguridad y puede repercutir en la conducta del juez durante las audiencias. Quien no domina realmente lo que tiene que hacer, siente incertidumbre y puede llegar a recurrir a la prepotencia. Ocurre en cualquier contexto -empresas, clases, etc.-, no sólo en la Justicia.
La solución a todo ello es, obviamente, la formación. Muchos abogados, en su interrogatorio, creen que su labor es “crear un ambiente” de opinión favorable a su cliente con sus preguntas, creyéndose que son James Stewart en “Anatomía de un asesinato” o Charles Laughton en “Testigo de cargo”, personajes del cine, no de la realidad. Y hay muchos ciudadanos, no sólo abogados y jueces, que opinan que el interrogatorio sirve para hacer pasar un mal rato al interrogado, pues de su crispación surgirá la verdad. Bien al contrario, y lo sabe cualquier abogado, de esa crispación sólo puede resultar, si tienen éxito, una imagen de incredibilidad del interrogado, que muchas veces es lo que buscan: hacer pasar al declarante por un mentiroso. Al contrario, si para algo debería servir un interrogatorio, como cualquier otro medio de prueba, es para defender al cliente ayudando a esclarecer la verdad, y no para generar marcos mentales ni crear pantomimas mintiendo descaradamente o manipulando los hechos. La sala de audiencias de un juzgado no es un escenario teatral.
Y con respecto a los jueces, incluso siendo su tono adecuado, a veces rechazan peticiones en las audiencias simplemente porque les rompen su idea de cómo iba a conducirse aquel proceso y en qué tiempos, y no porque la ley impida esa petición de los abogados, todo lo contrario. No hay que confundir el tono sereno de un juez con su cumplimiento escrupuloso de la Constitución y las leyes. En alguna ocasión, las maneras más versallescas han encubierto, con un manto de aromáticas perlas en forma de florituras lingüísticas y elogios a los abogados, las peores vulneraciones del derecho al juez imparcial y al derecho de defensa. En el teatro, todo es mentira. En una sala de audiencias de un tribunal se busca solamente la verdad.
Cabe confiar en que algún día todo cambie, cuando la formación de abogados se ocupe más monográficamente de la prueba, y la de los jueces se concentre también en un aspecto central de la capacitación de un juzgador: el aprendizaje del pragmatismo, la tolerancia, la empatía y el buen talante como herramientas externas que deben acompañar a la independencia e imparcialidad de absolutamente todos los jueces. De hecho, un juez que no es independiente e imparcial no es un juez. Es un farsante disfrazado con una toga.