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La avaricia inmobiliaria expulsa al último luthier de Ibiza: "Tenemos que desalojar 50 años de vida"

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Manolo Marín Cano, el único luthier de guitarras y bajos que trabaja en la isla, está al borde de finiquitar 15 años de trayectoria: el alquiler de su casa-taller, una renta antigua, terminará en 2026 y no encuentra una alternativa que pueda pagar. "Aunque sea ibicenco, no pienso pagar la marca Ibiza", subraya

Las viviendas públicas de un municipio de Ibiza que vetan a los trabajadores del turismo: “Sus rentas no alcanzan”

Un flexo enorme llena de luz la caja de resonancia de una guitarra acústica. Está desnuda, no tiene cuerdas. En la selleta, la pieza alargada que se coloca sobre el puente y guía los seis hilos de metal, trabaja un destornillador. Una mano, la derecha, hace que gire mientras el codo se apoya con delicadeza sobre el cuerpo, madera redondeada. Los dedos de la izquierda pellizcan el filo de la guitarra, la sostienen. La mirada, reforzada por unas gafas de montura negra de las que cuelga un cordón de idéntico color, supervisa. No todo va a ser crear.

Manolo Marín Cano fabrica instrumentos, pero también los mantiene. Es artesano y mecánico. Luthier. Con ese oficio se gana el pan desde hace quince años. Llega bien a final de mes y tiene una buena cartera de clientes, tan grande que hace tiempo que empezó a seleccionarlos para no devaluar el servicio. No quiere hacer churros. La armonía de su vida, sin embargo, dibuja una cadencia triste. Tiene cincuenta y pocos, pero no sabe si se jubilará imaginando guitarras y bajos eléctricos. Dentro de un año largo tendrá que marcharse de la casa donde ha vivido desde que era niño. También, su taller. Ya sabe la fecha. El 12 de diciembre de 2026 es una guillotina que cuelga sobre su cabeza.

Con sus ingresos, no podría pagar, a la vez, el alquiler de un piso y el de un espacio donde trasladar maquinaria, herramientas, madera almacenada, los instrumentos encargados con los que trabaja simultáneamente –que no suelen ser menos de seis– y los que tiene almacenados para vender –que son más de diez– y tampoco podría permitirse el alquiler de una casa con suficiente tamaño para vivir y, a la vez, trabajar. El problema, explica, no es lo que busca sino dónde lo busca. Manolo es ibicenco.

En la misma casa desde los tres años

Para entender por qué el luthier tiene que irse de la casa a la que llegó siendo un niño de tres años hay que reconstruir la historia de su familia. Sus padres fueron migrantes andaluces. De La Puebla de Cazalla y Casariche, latifundios sevillanos. Manolo es el penúltimo: Juan Marín y María Cano desembarcaron en la isla, sus tres hermanos ya estaban medio criados. Era 1966. El desarrollismo en Eivissa, los primeros años del auge turístico en Eivissa. Había empleo y sueldos tanto para los hombres (construcción) como para las mujeres (hoteles). El matrimonio, que estaba en la veintena, se quedó. Tenían cerca hermanos, cuñados y sobrinos. No les costó alquilar lugares dignos para vivir con sus cinco hijos y, en 1975, tropezaron con la casa de sus sueños.

La madre y el padre de Manolo, que eran de campo, descubrieron que una familia de la burguesía vilera (el gentilicio oficioso de la capital insular) buscaba quien se ocupara de una finca situada a medio camino entre la iglesia de Sant Jordi de ses Salines y Platja d’en Bossa, el arenal donde los Matutes y otras familias de empresarios habían empezado a construir los primeros hoteles modernos. El aeropuerto, abierto definitivamente a los vuelos comerciales en 1958, tampoco quedaba demasiado lejos. El paisaje que rodeaba a los estanques salineros empezaba a cambiar radicalmente, pero la tierra que no se había tapado con asfalto y cemento seguía siendo fértil.

Hoy, lo que queda lo sigue siendo, aunque esté rodeado de las discotecas al aire libre en las que se han ido transformando del 2010 en adelante aquellos hoteles del boom. De cultivar esas parcelas (algo de huerta y, sobre todo, mucha cebada) vivieron los Marín Cano durante dos décadas. De cultivarlas, dice Manolo, se sigue encargando su hermano pequeño, que tiene un par de tractores: “Si llueve un poco en marzo, este año tendremos cosecha. En 2024 no recogimos ni un quilo de grano”.

Comienzan los problemas

Los problemas empezaron en 1996, cuando murió “la dueña original”; así llama Manolo a “la señora” que alquiló la casa a su padre. “Fue un acuerdo verbal: ella quería que la finca estuviera en buenas condiciones y mis padres se ofrecieron a trabajarla como mayorales. Venían del campo y se les daba bien”. Jamás hubo contrato. “Ni se le puso fecha de vencimiento. Ella vino varias veces a comprobar que todo iba bien. Le alegraba que la finca siguiera en funcionamiento”.

Al principio, el trabajo por hacer se acumulaba. Cuando los nuevos mayorales llegaron se encontraron suelos de cemento, no existía el cuarto de baño, la cocina era aún de leña, las paredes estaban por pintar, tener a los animales dentro hacía poco tiempo que había dejado de ser la manera de calentar la casa… “La modernizamos y, los hermanos, los tres que son mayores y los dos que somos más pequeños, crecimos muy felices. Una vida silvestre. Los pequeños jugando en el campo y escuchando los vinilos que mis hermanos pinchaban en el tocadiscos del salón: así me aficioné al rock, sobre todo al progresivo. Mi padre iba al centro y le pagaba la renta a la señora. Ella vivía en el Paseo de Vara de Rey”, dice Manolo.

Un alquiler que no subió ni una peseta: seguían pagando 10.000 cuando, en 1997, ya repartida la herencia, los hijos de la propietaria solicitaron el desahucio de la familia Marín Cano. Manolo lo recuerda: “Nos llegó una carta del juzgado, ordenando que desalojáramos en tres meses. El juicio en primera instancia ya lo habíamos perdido, por incomparecencia. No nos llegó la notificación. Mi padre buscó un abogado que, desde el primer momento vio evidencias de que hubo mala fe en el proceso. Recurrimos”.

Empieza un litigio, no demasiado largo, pero muy angustioso. La Audiencia Provincial ratifica la primera sentencia, pero a los inquilinos les queda cuerda para resistir. Apelan al Tribunal Superior de Justícia de les Illes Balears (TSJIB) y encuentran la razón que buscaban. El acuerdo entre “la dueña original” y el patriarca familiar equivale a un contrato de alquiler. De renta antigua y válido hasta que el inquilino que lo selló con un apretón de manos se muera.

Hace menos de tres meses falleció el padre de Manolo, a los 87. Ahora, los dos hermanos que junto al luthier siguen viviendo allí tienen dos años para marcharse de una finca por la que pagan 750 euros al mes. En 2015, acordaron con los dueños actualizar el alquiler sumando el IPC acumulado durante las cuatro décadas que llevaban en la casa. La subida estuvo a punto de provocar un segundo conflicto en los tribunales. Una mañana, otra carta del juzgado les alertó de que la propiedad les reclamaba 30.000 euros. Era la diferencia entre los 60 euros que los inquilinos ingresaban cada mes en una cuenta judicial y la renta actualizada que, según los caseros, les habían reclamado oficialmente.

Manolo alega que ellos nunca recibieron un burofax informándoles del cambio de criterio. A los dueños de la casa les debió de parecer verosímil. Quizás esa fue la razón de que pactaran la subida y renunciasen a la diferencia que reclamaban. Se evitó el juicio. El luthier no duda de que lo habrían vuelto a ganar.

“Para continuar con mi trabajo no puedo estar en un piso”

Después de hacer memoria, se aparta de la mesa de trabajo, se sienta en un taburete, se quita las gafas, que se quedan colgando en el pecho, y analiza el presente:

–Para continuar con mi trabajo no puedo estar en un piso. Necesito una casa: a cualquiera que esté en el campo le limpian la cara y le llaman villa. Lo más barato que he visto son 3.500 [euros al mes], más gastos, y te piden agencia… Aunque sea ibicenco, no pienso pagar la marca Ibiza. ¿Que esto se ha puesto exclusivo? Pues habrá que irse. No es ningún chollo vivir aquí, no pienso pagar tanto dinero. Y es una contradicción porque me va mejor que nunca. Pensaba que Eivissa tendría un techo para este oficio, pero no; podría trabajar incluso más. Hay otros luthieres en la isla, de instrumentos de viento, pero de guitarras y bajos yo soy el último que queda.

–¿Cuál sería el precio justo, para ti, por esta casa? Teniendo en cuenta que vosotros habéis mantenido la casa desde que entrasteis a vivir.

–No te lo sabría decir…

Para continuar con mi trabajo no puedo estar en un piso. Necesito una casa: a cualquiera que esté en el campo le limpian la cara y le llaman villa. Lo más barato que he visto son 3.500 [euros al mes], más gastos, y te piden agencia… Aunque sea ibicenco, no pienso pagar la marca Ibiza. ¿Que esto se ha puesto exclusivo? Pues habrá que irse. No es ningún chollo vivir aquí, no pienso pagar tanto dinero

–O el precio razonable, u honesto, si te gustan más esos adjetivos.

–Como mucho, 1.000 euros. Llevo años peinando Idealista y Fotocasa viendo cómo está el mercado [en otros lugares de España] por si llega el momento de marcharse. ¡Joder! Puedes conseguir, en según qué sitios, algo como esto por 400 ó 500 euros. Sólo hay que marcharse y cruzar el charco. Hasta en Madrid, si te alejas del centro, hay alternativas. Aquí no las hay. Te muevas donde te muevas, es todo caro. No hay una parte de la isla que sea barata (en Mallorca creo que eso todavía pasa).

Yo estuve casado -continúa- y viví en un piso de alquiler, en el centro de Vila, del año 2000 a 2008. Pagaba 300 euros por cuatro habitaciones, el precio de mercado que había entonces. Me separé y volví a casa de mis padres. Cuando me fui, en aquel piso pagaba 360 y al nuevo inquilino pagaba 600. Y todavía era barato porque ya se estaba disparando.

–El mercado se está inflando exponencialmente desde hace diez años. ¿Por qué en apenas dos décadas la siguiente generación de dueños empezó a ver esta casa como un negocio que estaban dejando perder?

–Por avaricia, avaricia colectiva. Todos nos quejamos, pero todos nos hemos subido al carro. Todo el que tenga algo intentará aprovechar el momento y sacar todo lo que pueda. Seguramente, si yo lo tuviese, también haría lo mismo. Parece que si te quedas atrás eres tú el tonto. El problema es que esta isla está perdiendo servicios básicos, y ya no hablo por mí, que también, porque ahora es justamente cuando más trabajo tengo. Me refiero, por ejemplo, a que nunca ha habido tantos coches y tan pocos mecánicos. Eso ocurre en todos los sectores.

Todos nos quejamos, pero todos nos hemos subido al carro. Todo el que tenga algo intentará aprovechar el momento y sacar todo lo que pueda. Seguramente, si yo lo tuviese, también haría lo mismo. Parece que si te quedas atrás eres tú el tonto. El problema es que esta isla está perdiendo servicios básicos. Nunca ha habido, por ejemplo, ha habido tantos coches y tan pocos mecánicos

Hay mucha gente interesante -prosigue- que está marchándose; hay que gritar el problema que tiene esta isla: todo es lujo y exclusividad. ¿Por qué no compraron mis padres cuando pudieron hacerlo? Era ridículamente barato, en comparación con los precios que te piden ahora. Un trabajador podía permitirse un piso, o un terrenito en el que construir una casa. Creo que mi padre se relajó porque aquí estábamos bien. Creyó que era de por vida, y para él ha sido así. Ahora nosotros tenemos que desalojar 50 años de vida. Y ya ves todo el trasterío que hay aquí metido.

El luthier que trabaja en soledad

El taller del luthier Martín Cano está dividido en varias partes. Cada una tiene una función diferente. Al fondo, en lo que un día fueron unas caballerizas, está el almacén de maderas. Fresno, arce, caoba, aliso, “alguna tropical, exótica, que la llaman, lo que encarece el instrumento”. En una máquina (que se fabricó con piezas chinas y los planos comprados por internet a un ingeniero valenciano: se ahorró varios miles de euros) y conectada a un ordenador, los tablones toman la forma del instrumento. Cuando Manolo introduce los datos del patrón a serrar, el serrín acumulado entre las teclas salta por los aires. Para no poner las paredes perdidas de pintura, dispara su Aerometal –vasca, “de las que ya no se encuentran”– en un cuarto de baño que está separado del taller. Las guitarras y los bajos se secan, como si fueran el embutido de la matanza, en unos ganchos colgados del techo de ese cubículo que queda en lado opuesto a la sala donde empezó su nacimiento.

La estancia principal, que un día fue una vaquería, es el lugar que enlaza los dos extremos, donde ensambla mástiles y cuerpos antes de colorearlos. Allí es donde está la mesa de mantenimiento, con el flexo enorme llenando de luz la caja de resonancia de una guitarra acústica. El mobiliario y la decoración son sobrios, pero abundantes. La ilustración de un contrabajista preside una estantería. Las hojas de los encargos están clavadas en un corcho. Arrancarlas significa terminar una faena que lleva semanas. Siempre encendido, un monitor gigante donde promocionaba su página web (cerrada para evitar que le entre más curro: su red social es el boca-oreja) por el que van pasando fotos de los grupos y los artistas a los que ha manufacturado una guitarra y un bajo; algunos, como las de Omar Alcaide o Javier Vargas o el de Fernando Lamadrid giran por todo el mundo. Es el trasterío al que se refería un luthier que trabaja en soledad.

“Yo mismo” es la coletilla que deja cuando relata las etapas de su trabajo. No lo recalca por narcisismo. Más le gustaría, dice, permitirse un ayudante: “Si empiezas a delegar funciones, te comes el margen. Por eso he aprendido a diseñar, trabajar la madera, pintar, y me encargo de la relación directa con el cliente. Así funciona este negocio. Me va bien porque no soy muy sociable”.

La estancia principal, que un día fue una vaquería, es el lugar que enlaza los dos extremos, donde ensambla mástiles y cuerpos antes de colorearlos. Allí es donde está la mesa de mantenimiento, con el flexo enorme llenando de luz la caja de resonancia de una guitarra acústica. El mobiliario y la decoración son sobrios, pero abundantes. La ilustración de un contrabajista preside una estantería. Las hojas de los encargos están clavadas en un corcho

Manolo se define como huraño, pero su conversación es fluida. Salta de un tema a otro conectando ideas, es generoso con los detalles, salpica las ideas con ironía. Tiene sentido del humor. Con la barba entrecana, el pelo, ligeramente ensortijado, y el cuerpo, rotundo, si lo convirtieran en personaje de cine, Pepón Nieto sería un buen candidato para interpretarlo.

En el monitor del taller, cada mañana, se pone en diferido La revuelta de la noche previa. La voz de David Broncano ya sonó en el taller hace años, en la época de La vida moderna. “También en diferido, porque lo emitían de madrugada. Me hacían reír mucho aquellos tres. Por el día, cuando trabajo, suelo tener sintonizada la SER”. La prende en la minicadena de un tocadiscos adornado por las figuritas de los cuatro chavales de South Park donde no suenan vinilos ni cedés: la música la escucha en casa. Pink Floyd, Génesis, Sting, Eric Clapton, The Police, alguna cosa más moderna y menos mainstream… Para concentrarse necesita la palabra hablada. Una rutina que se repite de lunes a viernes al mediodía. Así distrae el ruido de la autovía del aeropuerto.

La obra, hace ahora veinte años, separó su casa del pueblo al que pertenece. De niño recuerda ir andando o en bicicleta a la escuela de Sant Jordi. La zanja engulló un camino centenario. Cada siete días, el runrún de los motores, se mezcla con el punteo y el rasguido de las cuerdas. Es la tregua que se concede el oso para salir de la cueva y compartir el panal de miel. Una fila de músicos lo visita. Los cita a todos el viernes por la tarde para que le dejen tranquilo el resto de la semana. Coinciden profesionales y amateurs. Acuden a revisar el instrumento que vendrá, a recibir el que acaba de terminar Manolo o a recoger el que, con tino, ha estado ajustando (limpiar, cambiar cuerdas, apretar clavijas… siempre hay algo que hacerle a una guitarra o un bajo).

Es inevitable que, entre prueba y prueba, arranque la música. La frontera entre el riff y la jam es porosa. Cuando se cruza, el luthier abre la neverita que tiene en el taller, saca unas cervezas, las reparte y sonríe. A veces agarra el largo mástil de alguno de sus bajos. Por esa afición empezó una aventura que parecía una tontería. Manolo era informático en la subcontrata que revisa los sistemas del aeropuerto y, para rematar las horas muertas de las tardes de invierno, se enganchó a los tutoriales de luthería en YouTube. Así fabricó su primer bajo (“que era intocable, como los tres o cuatro que vinieron después”). Así terminó emulando a Leo Fender -“lo admiro mucho porque él se inventó este negocio: siempre que puedo, intento que mis guitarras emulen a sus Stratocaster y Telecaster”-.

Así colgó un trébol de cuatro hojas en la puerta de su guarida. El mismo sello que imprime en el clavijero de sus criaturas. Rory Gallagher, irlandés y fenderiano hasta la médula, se hubiera encaprichado de alguna de sus guitarras.

“¡No quería ser como Ibiza!”

–¿Qué se siente al acabar un instrumento, Manolo?

–Mucha satisfacción, pero no la misma que antes. Antes me ilusionaba más, pero ya se convirtió en un trabajo. Estoy deseando acabar un instrumento y arrancar la hoja para pasar al siguiente proyecto.

–¿Ha influido el percal de la casa?

–Muchísimo. He estado en buenos momentos para expandir [el negocio]: voy a comprar buena maquinaria, voy a acumular stock de madera, voy a coger un ayudante… Piensa que ni siquiera estoy empadronado aquí porque cuando volví, como necesitaba el consentimiento de los propietarios y habíamos estado de juicios con ellos, no me lo iban a dar, así que tuve que pedirle el favor a mi hermana, que vive en el barrio de Cas Serres y, oficialmente, vivo en su casa. Pero estar siempre con un pie fuera y otro dentro me ha hecho decir: mejor me quedo como estoy…

–No querías morir de éxito.

–¡No quería ser como Ibiza! [ríe] Si me voy de la isla no sé si tendré ánimo para seguir siendo luthier.




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