El final de la guerra de Ucrania lo decidirá Ucrania
Mientras en Washington trazan acuerdos con la urgencia de quien quiere cambiar de tema, en Kiev saben que la guerra no se acaba cuando lo decide un papel, sino cuando el último soldado deja de disparar.
Henry Gunther era un contable del Banco Nacional de Baltimore. A sus 23 años fue llamado a filas, en 1917, para enrolarse en el 313 de Infantería de la 79 división estadounidense y servir como sargento suplente. Su trabajo consistía en vestir a los oficiales, llevar el correo, apuntar cosas con la máquina de escribir y, básicamente, ser un secretario en régimen castrense. En julio del año siguiente, una de las cartas que enviaba regularmente a su familia quejándose de las condiciones miserables de la tropa en el frente fue interceptada por la censura del Estado Mayor del ejército, y Gunther fue degradado de sargento a soldado. Cuentan que aquel deshonor marcó profundamente la personalidad de Herny; o más bien, lo que quedaba de él. En septiembre su compañía se desplegó en la ofensiva de Meuse-Argonne, donde permanecería hasta el final de la guerra.
El 11 de noviembre de 1918 entraría en vigor el armisticio que acabaría con la Primera Guerra Mundial, y con los imperios alemán, otomano y austrohúngaro derrotados para siempre, pero antes de aquello la compañía Able del 313 de infantería se preparaba para flanquear un nido de ametralladoras alemán que había puesto en jaque a todo el regimiento en la línea de Chaumont-devant-Damvillers. Desde el mando no recibían órdenes claras; casi todo el mundo tenía claro que a la guerra le quedaban los minutos de descuento y nadie quería hacer ninguna tontería. Después de años de barro y sangre, el cielo empezaba a clarear. Entre los soldados corría el rumor de que la paz ya se había firmado, que era cuestión de empezar a recibir órdenes de repliegue y volver a casa, pero mientras tanto, había que aguardar la posición.
Gunther, que había tenido un paso lastimoso por el conflicto, iba a terminar la guerra tres rangos por debajo de por donde empezó, y en su expediente quedaría una mancha que le perseguiría de por vida. Efectivamente, el tratado de Versalles ya estaba firmado desde la cinco de la madrugada del día once, pero el alto el fuego no se haría efectivo hasta seis horas más tarde. Ante la indecisión, el jefe de su unidad, Ernest Powell, inquirió a sus hombres a desistir del ataque hasta tener más clara la situación, pero Henry Gunther no estaba dispuesto a irse de Europa sin haber enmendado sus fallos. Desoyendo los gritos de sus compañeros, de Powell, de su sentido común y, también, de un montón de soldados alemanes que le hacían señas desde su trinchera al otro lado del llano, Gunther cargó con su bayoneta y pocos segundos después fue abatido por los alemanes. Probablemente, el asesinato con menos ganas de todos los tiempos. Un minuto después de que varios cartuchos del 7,62 atravesasen el torso de Gunther, las radios comenzaron a anunciar el fin de la guerra. Y todos los que vieron amanecer el 11 de noviembre, menos Henry, durmieron esa noche en un mundo en paz.
Ahora Versalles es Riad, pero la paz no es tan previsible. Estas semanas se han celebrado cumbres por la paz en Ucrania entre Estados Unidos y Rusia. Sin Ucrania, que mientras un grupo de diplomáticos extranjeros se reparten su país, sigue aguardando en la trinchera el sonido del silbato. Se está dando por hecho muy rápido que los papeles que decidan firmar Lavrov y Marco Rubio, Putin y Trump, los van a ratificar en Kiev así como así. De unos meses a esta parte, han proliferado en internet vídeos que muestran al ejército ruso utilizando mulas, asnos y caballos para transportar tropas y material hasta el frente. Drones grabando a soldados tirados por mulas; soldados utilizando armamento de la Segunda Guerra Mundial y decenas de miles de bajas rusas por la enorme diferencia de equipamiento entre ambos ejércitos. Puede uno parecer malpensado, pero quizá sea esa la razón por la que Trump está negociando una paz exprés para Putin: porque Rusia no da para más y hay que hacer lo que sea para que no se note.
En Europa, Polonia y otros cuantos países próximos a Rusia están haciendo presión para incrementar la inversión en defensa, y en esta ocasión están en lo cierto. Incrementar la autonomía estratégica de Europa significaba hace algún tiempo asegurar las cadenas de producción de baterías, el abastecimiento de energía o el suministro de materias primas, pero ahora –también–, la autonomía estratégica europea pasa, irremediablemente, por los ministerios de defensa. Una paz ahora -y una victoria en Ucrania-, regalaría a Putin el oxígeno que necesita para repensar su ejército y continuar su conquista del espacio post-soviético. Las extremas derechas mundiales empiezan a hablar de no intromisión, y esa es, precisamente, la mayor llamada a la acción que vamos a escuchar en los próximos años.
Si alguna vez creímos que la guerra era un mal archivado en los libros de historia, nos toca ahora despertar en una realidad más cruda: la seguridad no se delega, se construye. Y mientras en Washington trazan acuerdos con la urgencia de quien quiere cambiar de tema, en Kiev saben que la guerra no se acaba cuando lo decide un papel, sino cuando el último soldado deja de disparar.