Prosperidad, inmigración, democracia
Los inmigrantes no llegan por ganas de conocer mundo. Llegan por necesidad. Y la necesidad que tenemos de ellos es lo que les permite asentarse y trabajar. Los necesitamos porque nos falta gente en muchísimos sectores laborales
Cuando las perspectivas de futuro son poco halagüeñas, todo lo que habías aprendido parece que ha ido quedando inservible y, además, por la calle y los sitios que frecuentas hay gente cada vez más extraña, lo más fácil es que añores lo que quedó atrás y busques a alguien que te entienda. Si además ese alguien dice que lo va a arreglar, tu disposición a creerlo aumenta. Además, resulta que todos los que antes ya te han decepcionado prometiéndote cosas que luego nunca cumplen, se han aliado para decir que esos, que ahora piden tu confianza y tu voto, no son de fiar. Lo cierto es que dicen cosas que tú alguna vez habías pensado, pero que no acababas de atreverte a decir en voz alta, y ellos lo dicen y consiguen que se hable de ello.
El párrafo anterior puede ayudar a entender lo que pasó ayer en Alemania, pero puede probablemente servir para explicar lo que está aconteciendo en muchos otros lugares. El sistema democrático no se legitimó solo por la posibilidad de elegir a quién nos gobierne, o por la garantía de los derechos básicos, sino por la relación fuerte que estableció entre libertad e igualdad. Sin libertad la igualdad resulta homogeneizadora y limitante, sin igualdad la libertad solo sirve para destruir los nexos de comunidad, para convertirnos en competidores insolidarios. Después de dos guerras mundiales, generadas en buena parte por los graves desajustes sociales que se habían generado a escala global con la transformación industrial fordista, el espíritu del 45 estableció constitucionalmente la obligación de los poderes públicos de “remover los obstáculos que impidan que la libertad y la igualdad sean efectivas” (art.9.2 C.E.). Un contrato social que vinculaba democracia con bienestar colectivo.
El conflicto entre ciudadanos e inmigrantes solo se plantea si la erosión de esos principios generales y, por tanto, la percepción que no hay perspectivas de progreso y prosperidad sino de retroceso y precariedad, propicia que el factor de la diversidad acabe poniendo por delante “los nuestros” a “los otros”. Lo que está en juego no es tanto el dilema entre “inmigración sí” o “inmigración no”, sino una cuestión estructural: ¿puede la democracia seguir manteniendo sus promesas de prosperidad, de libertad y de igualdad? Los votantes de AFD en Alemania son los que más se definen como “pobres” en las encuestas. Son los que más preocupados están por la subida de los precios, los que más miedo tienen a no disponer de suficientes recursos en su vejez o los que más temen no poder mantener su nivel de vida (Fuente Tagesshau.de). Les preocupa su futuro y atribuyen sus miedos e inseguridades a los que han llegado. Y alguien se beneficia de ello.
Nuestro país es un país de emigración y de inmigración. Como lo han sido muchos otros países de Europa. Y lo han sido desde hace mucho tiempo. Cuando hablábamos de inmigrantes en el interior del país, los problemas a los que hacemos referencia existían, pero los derechos que unos (los inmigrantes) y los otros (los receptores) tenían eran los mismos. Ahora la cosa ha cambiado y eso genera mucha más tensión, sobre todo porque el futuro es incierto para unos y para otros. Los inmigrantes no llegan por ganas de conocer mundo. Llegan por necesidad. Y la necesidad que tenemos de ellos es lo que les permite asentarse y trabajar. Los necesitamos porque nos falta gente en muchísimos sectores laborales. Los necesitamos porque pagamos mal a los que podrían hacer ese trabajo, pero prefieren ir a otras partes donde están mejor pagados. Los necesitamos porque la gente vive más años y no podemos compaginar trabajo y cuidado. Y nuestro país crece y se desarrolla y puede mantener políticas sociales relativamente dignas gracias a que ellos y ellas han venido a trabajar con nosotros. Son ya uno de cada cuatro, y si te fijas en los que nacen, su proporción es aún mayor. Todo ha ido muy rápido. Más que en cualquier otro país. Y no podemos decir que nos ha ido tan mal. Gracias a ellos y a ellas mantenemos el nivel de nuestras clases medias y de nuestros servicios públicos.
Hemos de hablar menos de identidad y hablar más de igualdad. Es importante hablar de quién soy, pero más lo es hablar de qué me permite ser lo que soy y lo que quiero ser. La nueva clase subordinada es la que forman los inmigrantes y ahí, en ese contexto, es donde la competencia entre marginación y subordinación originaria o recién llegada se hace más evidente. Más conciencia de clase que une y articula discurso de igualdad, y menos refugiarse en las diferencias que divide y solo beneficia a quién agita los fantasmas de patria y orígenes. La propaganda y la arquitectura de las redes encapsula y nos divide en burbujas que compiten entre sí. Más bienestar colectivo, más prosperidad social, más democracia.