Lucía Carballal se confirma como una de las creadoras más relevantes del teatro español con ‘Los nuestros’
La autora, que hace poco estrenaba 'La fortaleza', triunfa en el Centro Dramático con una obra en donde destaca una Mona Martínez en estado de gracia
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Segundo buen e importante estreno de la temporada en el Centro Dramático Nacional. Si hace meses llegó 1936 de Andres Lima, la obra que realizaba una relectura contemporánea de la tragedia histórica de la Guerra Civil, Lucía Carballal ha escrito y dirigido una pieza que se centra en la historia de una comunidad olvidada y silenciada por la historia en España, la comunidad sefardita. Una obra enorme, síntesis de lo nuevo y lo viejo del teatro, que ratifica que Carballal es una dramaturga a años luz de sus coetáneos, pero también una directora escénica que comienza a deslumbrar.
Los nuestros consigue transcender la historia de una comunidad para confrontar al espectador con temas centrales del ser humano como la identidad, el pasado o la herencia. Y lo hace con un trabajo bastardo en géneros y códigos donde la creadora es capaz de hacer una verdadera síntesis de tradición y renovación al mismo tiempo que se expone sin escudos, con una valentía que dice mucho de la manera de entender el teatro de esta creadora madrileña.
Una familia sefardita que vive en Madrid, descendiente de judíos expulsados en 1492, celebra un Avelut (rito de duelo) en honor a la madre muerta. Sus hijas Reina (Mona Martinez) y Esther (Manuela Paso), con sus respectivas familias, se encerrarán siete días para recordar a la fallecida. Pablo (Miki Esparbé), hijo de Reina, y su novia llegan de Londres para reunirse con ellos. Una familia que regresó a Sefarad, a España, en los sesenta, tuvo que subsistir bajo la cultura hegemónica y excluyente del nacional catolicismo y luego adaptarse a la sociedad democrática, primero, neoliberal después.
Carballal se sirve de esta historia para ir desmadejando una maraña sobre el pensar y sentir contemporáneo: ¿qué nos conforma, la tradición familiar, la cultura de nuestro país, la familiar o la nueva vida que uno emprende con nuevas familias renovadas y elegidas? ¿Cómo opera la memoria en esta nueva sociedad digital donde todo caduca y en la que el archivo, tan inacabable como inasible, ha mutado hasta llegar a ser una aporía? ¿Cómo conformamos nuestra identidad, a través del rechazo, de la mímesis?
La virtud de la impudicia en el arte
Carballal habla de una familia judía, pero también de los problemas de las minorías marginadas, perseguidas y cómo estas se debaten entre pactar con lo normativo para poder tener una vida, aunque traiciones memoria y valores, o luchar aun a riesgo de quedar al margen o caer en postulados demasiado férreos, en cierta militancia del exceso. Una pregunta que es extensible realmente a cualquier ciudadano. Es en esa lucha en la que se conforma la identidad del individuo, en cómo se posiciona ante la realidad social que le ha tocado vivir.
Esas preguntas y reflexiones Carballal las engarza con maestría en diálogos de alta comedia unas veces, en situaciones de gran carga dramática otras, para ir acercándose poco a poco, a un momento vital íntimo, propio y doloroso: la decisión de tener hijos. Lo hará sin nunca ponerse en primer plano, sin caer en la autoficción o el teatro del yo. Algo que ya había demostrado en su anterior paso por el CDN con Los pálidos. Lo maravilloso es que la exposición es brutal y tiene toda la fuerza del desnudo impúdico propio de los grandes creadores.
La pieza tiene muchas capas y aciertos. Además del buen ritmo de la función, los diálogos galopan y la composición de personajes es imponente. Todos los actores están estupendos montados en unos personajes llenos de aristas. Pero caben destacar dos interpretaciones. Primero, la de Mona Martínez. Mona es Reina, una estupenda matriarca agria, cabreada con la vida, defensora de un pasado que se va. La actriz está maravillosa en una interpretación tan llena de matices como de retranca y presencia escénica.
El otro es un papel menor, pero que cumple una función dramatúrgica importante. Gon Ramos interpreta a Mauro, el novio de la hermana de Reina, Esther, que está divorciándose. Mauro estará buena parte de la obra sentado justo fuera del espacio escénico, interviene, pero sus intervenciones son puras disertaciones filosóficas. Carballal utiliza un recurso habitual en la literatura donde la narración se quiebra para abrirse a otros lenguajes, pero lo hace sin romper el pacto de ficción: Mauro está fuera de la trama, habla otro idioma, pero no deja de ser un personaje más.
Además, este personaje contiene otra de las características importantes de la pieza: el humor. La obra está llena de ironía y retranca, a veces amarga, pero otras llenas de agudeza, de chispa escénica. El público ríe con Mauro, pero también con Manuela Paso y esa hermana, Esther, que ha decidido integrarse sin remilgos a los valores de la sociedad española. Y justo en ese juego de alta comedia y melodrama, que el espectador está habituado a ver en espectáculos más tradicionales, Carballal introduce disrupciones propias del teatro posdramático.
Los ejemplos son numerosos, unas veces funcionan mejor, otras peor, pero es esa mezcla la que conforma el estilo de la obra y la artista. La incorporación de micrófonos o la inclusión de una canción que rompe el código teatral son elementos que no encajan a la perfección como propios, que recuerdan demasiado a la impronta que ha dejado, por ejemplo, el teatro posdramático de Sergio Blanco en toda la generación de esta creadora. Pero es interesante ver cómo intenta caminos y maneras. Carballal es ya una dramaturga de largo recorrido con una decena de piezas, pero este es la tercera obra en la que ejerce como directora. Y además en otros momentos las clava.
Uno de esos momentos es cuando la prima de la familia, Tamar (Marina Fantini) aborda una escena de este personaje que decidió emigrar a Israel y ahora, en la treintena, después de vivir allí toda su juventud, no puede ni aguanta en lo que se ha convertido su país. Entra en la obra como un huracán la guerra actual entre Israel y Palestina. La obra ahí mira al presente, se rompe la función, la actriz pregunta “y ahora cómo sacamos la obra de aquí”, pura meta teatralidad que sitúa a la pieza aquí y ahora.
Un tótem para la historia
También sobresale la labor del escenógrafo Pablo Chaves que lleva tiempo avisando de su capacidad. Ya lo avisó con Luz Arcas y su Trilogía, lo ratifico con la evocadora Pequeño Cumulo de abismos, y se encumbró con la otra gran obra de Carballal, La fortaleza. Ahí Chaves, con una simple propuesta escenográfica, fue capaz de resumir la esencia de toda la propuesta en la que Carballal convertía una obra que parecía testimonial en puro teatro simbólico.
En esta ocasión una gran torre de acumulación de objetos se contrapone con un espacio blanco, por hacer. Contraposición de dos mundos: el analógico y el digital. La torre es metáfora y símbolo de la memoria, del pasado. Los actores van sacando de ese gran tótem objetos, alfombras, sillas y demás cacharrería que sirven para emular Tánger, para componer escenas en ese vacío blanco. El tótem también funciona como el Jenga, ese juego de mesa en el que vas quitando las piezas de madera de una torre hasta que alguien quita una que hace que se desmorone. La torre en escena no se derrumbará, pero esa fragilidad estará también presente.
Además, la obra para encarar su final tendrá un momento de profanación, de statement político hecho escenografía que denuncia esta sociedad nuestra que se dice ser laica y sigue inoculando a sus ciudadanos la tradición católica como si de aceite de ricino se tratase. Es importante en un creador, más cuando viene de la escritura, el diálogo entre lo escrito y lo que se pone en el escenario, la puesta en escena que completa la propuesta dramatúrgica, como dicen los teóricos. El binomio creado entre Carballal y Chaves es una de las causas de que eso mismo llegue a buen puerto.
El teatro siempre anda luchando entre lo nuevo y lo viejo. Muchas veces asistimos a obras que tienen buenas partes de un lado o de otro. El de Lucía Carballal es una síntesis de esa confluencia entre pasado y presente. Y tanto Los nuestros como La fortaleza son dos buenos ejemplos. La nueva directora de la CNTC, Laila Ripoll, ha tenido la muy buena idea de recuperar La fortaleza que será remontada y parece que renacerá en el Festival de Almagro.
El CDN ha tenido a bien coproducir Los nuestros con el Teatro Nacional de Catalunya, donde estará la próxima temporada. El convenio entre ambas instituciones asciende a un presupuesto de producción de 144.000 euros que con los costes de exhibición en el CND de Madrid asciende a los 250.000. Tras su paso por el TNC la obra morirá. Hace poco el Ministerio de Cultura anunció la esperada reforma del INAEM, en la que una de las grandes batallas a ganar es resolver la imposibilidad de girar los espectáculos.
No es de recibo que una obra como Los nuestros solo puedan verla los espectadores de Madrid y Barcelona. Aparte de su calidad teatral, esta obra refleja el mundo y el sentir de hoy, su profundidad para reflexionar sobre la sociedad actual y cómo el individuo puede enfrentar el futuro es mayúscula. Por tanto, su capacidad para sumar nuevos públicos es inusitada. Pero no podrá ser. Otra vez se tragará con ese insoportable “es que no se puede hacer nada”. Es de justicia señalar que no debiera ser así.. El formidable reparto, el trabajo escénico y el presente teatral que instaura la obra no debería perderse otra vez más.