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El Séptimo de Caballería

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Abc.es 
Decía san Ignacio de Loyola que en tiempos de tribulaciones no era conveniente hacer mudanzas, pero en realidad sucede lo contrario; suele ser la necesidad el origen de las mudanzas, de los cambios. Es la mudanza de las circunstancias la que nos obliga a modificar nuestros comportamientos, a sustituir amistades, a probar otros trabajos, a alterar los fines iniciales y en política exterior esos cambios deben ser sustanciales, de raíz, para variar el camino, los objetivos y los aliados. El presidente Trump inició desde el principio de su segundo mandato una política zafia, de aplastamiento, primero con los adversarios, posteriormente con sus aliados, porque nadie escapa a su arbitrariedad. Nos cuesta creerlo, pero sean los que sean los fines últimos del presidente estadounidense, los muy optimistas piensan que establece posiciones máximas para llegar a un acuerdo intermedio posteriormente, los más pesimistas piensan que simplemente improvisa, la realidad es que en el Despacho Oval, durante la visita de Zelenski, se rompió el vínculo mas profundo y sólido entre EE.UU. y el resto de los países occidentales: la confianza, cimentada en el apoyo de los norteamericanos a los europeos durante las dos guerras mundiales del siglo XX. Ya nada será lo mismo; siempre creímos, a pesar de las críticas y de la mezquindad, en el reconocimiento del papel estadounidense para ser y para que sigamos siendo un ámbito de máxima libertad individual y progreso, que el Séptimo de Caballería siempre llegaría a tiempo, como ocurre en tantas películas, base de la imagen que los estadounidenses tenían de sí mismos y que han exportado al exterior. Ellos eran los buenos, los que estaban dispuestos a poner dinero, armas y vidas para socorrernos si fuera necesario. Durante el siglo XX la conmoción de las dos guerras mundiales y la influencia de americanos nacidos en Europa, cosmopolitas y cultos –Kissinger y Albright son dos buenos ejemplos– permitieron una política exterior norteamericana basada en la cooperación, la prosperidad y la lucha por la democracia, asediada por el comunismo de la URSS. La confianza, la cooperación, el progreso de los demás como base del propio progreso, en palabras de Madalaine Albright, la empresa común de la democracia, han sido sustituidas por la amenaza, el miedo y por un principio: EE.UU. no solo es lo primero, es lo único, que cada cual se las componga como Dios les dé a entender. Veremos otro presidente en la Casa Blanca y probablemente se comporte de forma bien distinta al actual inquilino, pero la relación se ha debilitado de tal forma que ya nada será igual y, en el mejor de los casos, la desconfianza presidirá nuestras relaciones futuras. Ya sabemos que la caballería puede quedarse en el fuerte; y sabemos también que el cómodo papel de beneficiarios de los estadounidenses ha terminado. Concluye una época y todavía la niebla nos impide ver el futuro. En ese nuevo marco no solo debemos tener capacidad de defendernos nosotros mismos, tenemos que estar presentes en el concierto internacional tanto por ser un ejemplo de progreso, libertad e igualdad, pero también por nuestra fuerza militar. Porque la capacidad para defendernos pasa por la capacidad de imponer respeto y disuadir las amenazas de los matones del patio del colegio. Pero para que todo esto suceda los socios europeos tienen un camino largo y difícil por recorrer. Las historias nacionales han servido sin duda para dar sentido y homogeneidad a las naciones europeas, pero en periodos como los que vivimos puede ser también una cadena que nos inmovilice, que impulse movimientos nacionalistas. Hoy más que nunca se nos presenta la oportunidad de iniciar, en compatibilidad con las historias nacionales, una historia común, una historia europea, que abarcando el pasado de sus integrantes cree los sentimientos compartidos que origina una historia común, con poco presente, pero con todo el futuro por delante. Trump nos ha dado una ducha fría de realidad, nos ha sacado de la ficción en la que vivíamos en la que valían más los deseos que la realidad, los discursos buenistas que las amenazas controladas por la fuerza de los norteamericanos. De repente, sin desearlo hemos adquirido la libertad de los que pierden la mano protectora que les impedía trastabillar, pero también hemos adquirido una mayor responsabilidad. No serán pocos los que ante la oportunidad que les da el abandono de Trump nos ofrezcan nuevos protectores, nuevos padrinos, pero como lo contrario de un error no tiene porque ser la verdad, la opción de buscar la cobertura político-defensiva en otras grandes potencias no es la solución. Nadie puede sustituir el papel de los Estados Unidos, sencillamente, tenemos que encararlo nosotros, nos corresponde ser adultos, a la espera de que EE.UU. vuelva a una política responsable, acorde con la responsabilidad de su historia y de su poder. La instalación de este marco, en el que nos emancipamos sin rupturas del padrinazgo americano, nos obligará a dar la batalla duras con los reaccionarios nacionales, que se sitúan a la derecha, pero también a la izquierda. Hoy las posiciones políticas centrales clásicas están obligadas a recorrer este camino de forma coordinada. Cuando se trata de sembrar el fruto de una historia europea nueva y en común no hay espacio para la divergencia. Este compromiso, que se presenta ineludible, obligará a grandes renuncias a las grandes opciones ideológicas, a cambio serán protagonistas de acontecimientos más extraños políticos que algunos fenómenos del universo. Estarán a la altura, tengo confianza en los alemanes que caminan veloces hacia una coalición, en el primer ministro británico, heredero del legado de Churchill, y en Macron, en posesión de la palabra justa para el momento. Me ha sorprendido agradablemente la transformación de la primera ministra de Italia. Tengo más dudas sobre nuestra situación. ¿Será capaz Sánchez de romper las alianzas que le han permitido ser dos legislaturas presidente de Gobierno? ¿Esta dispuesto a transitar de la política pequeña, personal, a la política grande, escrita con mayúsculas?



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