Populismo y delirios carcelarios
Los pasados dos años finalizaron como los más sangrientos en la historia de Costa Rica, con 907 homicidios en el 2023 y 880 en el 2024. En ese contexto de aumento de la delincuencia grave, nunca faltan los autoproclamados “expertos en materia de seguridad ciudadana”, que emergen con el añejo y usual mensaje populista antigarantías, reclamando la supuesta “alcahuetería del sistema”, la necesidad de penas más altas, procesos penales más rígidos y con menos derechos para los “delincuentes”, y ahora, el nuevo ingrediente de moda en ese coctel punitivo: centros penales masivos con mayor represión para los ya condenados.
Estos pseudoexpertos tienden a repetir siempre la misma perorata alarmista que apela a la emoción, pero carece de cualquier cientificidad, rigor técnico o dato estadístico real que la sustente. El discurso populista punitivo es sexi, genera reacciones en medios y eleva los ratings, ya que el público encuentra en él un punto común con el sentimiento de frustración ante la creciente inseguridad, aun estando ampliamente demostrado que se trata de un mensaje vacío que no ataca las causas reales del crimen.
Ese aplauso colectivo e irreflexivo lleva a un fenómeno de “autovalidación” del discurso, mediante el cual la eliminación de derechos se presenta como la respuesta correcta porque la mayoría así lo apoya, como si las garantías fundamentales fueran un concurso de popularidad o se obtuvieran por votación.
Inefectividad de las políticas ultrarrepresivas
Al inicio de la década de 1990, nuestro país sufrió un alza en los homicidios y otros delitos violentos, lo cual llevó a que, en 1994, los legisladores respondieran promulgando una reforma que aumentó de forma draconiana las penas de prisión (Ley 7389). Se elevó la pena máxima a 50 años –en contra de la prohibición constitucional de penas perpetuas de hecho o de derecho– y la pena máxima del homicidio calificado a 35 años, constituyéndose en unas de las sanciones más elevadas en todo el continente.
Estas reformas se anunciaron con bombos y platillos como “la solución definitiva” al problema de la creciente criminalidad, por la mayor intimidación que generarían estas altas penas en los potenciales delincuentes. Sin embargo, el resultado fue exactamente el opuesto, ya que tan solo el año siguiente (1995) la tasa de homicidios fue la más alta registrada en el país desde 1980, y desde entonces ha seguido incrementándose exponencialmente por los últimos 30 años, sin importar las múltiples reformas de penas más altas y endurecimiento del proceso penal que se han venido promulgando.
Así, según el reporte del World Prison Brief, para el 2024 Costa Rica figuraba como el tercer país en Centroamérica con mayor cantidad de privados de libertad por cada 100.000 habitantes, así como el noveno en América Latina y el número 22 a nivel mundial, con 154 presos por cada 100.000 habitantes.
Estos números reflejan que Costa Rica, lejos de ser laxa con el uso de la prisión, más bien es una de las naciones que más encarcela en la región, lo cual no se ha traducido en una disminución de la delincuencia, sino únicamente en un grave aumento del hacinamiento carcelario que ha llegado a abarrotar el sistema judicial.
Esto es así porque la delincuencia es un fenómeno complejo y multifactorial, que responde en principal medida a la ruptura en el tejido social y, por ende, debe ser abordada de forma preventiva e integral. La respuesta simplista y unidimensional de mayor represión carcelaria genera réditos político-electorales, pero no tiene –ni ha tenido en las últimas tres décadas– la más mínima incidencia en reducir la delincuencia y, por tanto, no es más que un engaño a la población para dar la apariencia de estar haciendo algo.
Recientemente, como parte de esta habitual narrativa populista, el gobierno prometió la construcción de una “megacárcel” en 200 días, pretendiendo copiar así nefastas prácticas de la dictadura salvadoreña para utilizar la prisión como un instrumento más de campaña. El presidente Chaves y el ministro de Justicia, Gerald Campos, saben perfectamente que es materialmente imposible construir ese centro penitenciario en tan corto plazo, y que no se cuenta ni con los permisos, ni el terreno, ni los fondos necesarios para semejante proyecto, el cual, sin duda alguna, tendrá el mismo fatídico final que la inconstitucional ley jaguar, o tantas otras fallidas propuestas “felinas”.
No obstante, de igual forma lo anuncian en un burdo intento por desviar la atención de la absoluta incapacidad que ha mostrado esta administración para hacer frente a la crisis de criminalidad que estamos viviendo –cuyo abordaje es competencia exclusiva y directa del Poder Ejecutivo a través Ministerio de Seguridad y del desarrollo de políticas de prevención–.
En efecto, la delincuencia no se soluciona desde el Poder Legislativo –ya que la promulgación de normas más represivas no ataca la raíz del problema– ni mucho menos desde el Poder Judicial –al cual no le corresponde la prevención del delito, sino el juzgamiento imparcial e independiente de los hechos ya sucedidos en el pasado–.
Peor aún, una megacárcel no solo es irrealizable en nuestro medio, sino que, de existir, más bien podría llevar a aumentar los índices de delincuencia en vez de reducirlos. Así, los centros de confinamiento masivo tienden a ser sumamente difíciles de fiscalizar, lo que facilita que se organicen mayores bandas o grupos de delincuencia organizada desde lo interno del centro ante la pérdida de control del Estado.
Por eso, los modelos de prisiones de esas proporciones no promueven la resocialización de los condenados, sino que, al contrario, propician su involución, al verse expuestos a la convivencia continua e indiscriminada con grandes poblaciones delictivas en vez de grupos reducidos.
Esto, a largo plazo, se termina traduciendo en un aumento en la reincidencia delictiva, al ser las penas de prisión mucho menos efectivas en cumplir cualquier fin rehabilitador en ese tipo de centros, lo cual afecta a toda la sociedad. Ese fue el caso de Ecuador en el 2021, donde la pérdida de control de las megaprisiones llevó a facilitar el asentamiento de bandas criminales desde el sistema penitenciario.
El fenómeno de la criminalidad no se ataca con irresponsables discursos incendiarios de plaza pública, sino con políticas serias e integrales, que apunten a las causas estructurales del delito y refuercen la prevención en todos sus ámbitos (educativo, laboral, económico, social, cultural y de seguridad). Es hora de que exijamos a nuestros gobernantes una verdadera respuesta al problema de inseguridad que enfrentamos y no más de las mismas pomadas canarias trilladas construidas con fines electorales, las cuales llevan décadas siendo parte del problema y no de la solución.
ghuertas@jurexlaw.com
Gerardo Huertas Angulo es abogado penalista.