El misionero que se preparó durante años para evangelizar una isla aislada y fue asesinado nada más pisarla
El joven empezó a obsesionarse con las tribus aisladas cuando aún era un adolescente que jugaba a sobrevivir en su jardín, pero con los años ese juego se transformó en una misión religiosa que él creyó necesaria y sagrada
John Allen Chau ya tenía claro a los 26 años que morir en una playa remota formaba parte del plan. No el suyo, sino el de Dios. Durante años se preparó para lo que llamaba su misión definitiva: predicar el Evangelio a una de las pocas tribus del planeta que nunca ha establecido contacto con el mundo moderno.
Lo hizo con mapas dibujados a mano, un arsenal de vacunas, una Biblia en una bolsa y, según creía, con el mandato divino como aval. Llegó solo, descalzo, en kayak. Y al tercer día, no volvió.
Prepararse para lo imposible también fue parte de su fe
Los detalles de su muerte dieron la vuelta al mundo, pero el camino que lo llevó hasta allí es aún más sorprendente. Antes de poner rumbo al océano Índico, Chau había pasado por entrenamientos de supervivencia, programas lingüísticos, cursos sanitarios de emergencia y retiros evangélicos que lo instruyeron para actuar ante comunidades hostiles.
En uno de ellos llegó a practicar simulacros de contacto con indígenas armados con lanzas falsas, según reveló el New York Times. Todo apuntaba a una misión cuidadosamente planificada. Y lo fue.
Durante su adolescencia en el estado de Washington, Chau alternaba sus pasiones religiosas con su obsesión por las historias de aislamiento. Se alimentaba de novelas como Robinson Crusoe, Hatchet o The Sign of the Beaver. Su hermano y él llegaron a pintarse la cara con moras y fabricar lanzas caseras para jugar a sobrevivir en el jardín trasero. Ese entusiasmo infantil fue evolucionando hacia una convicción cada vez más seria y meticulosa: la de llevar la palabra de Jesús allí donde nadie la hubiera oído jamás.
North Sentinel era el objetivo elegido entre los más inaccesibles del mundo
Las islas Andamán aparecieron en su radar gracias a una base de datos evangélica que clasificaba a los llamados grupos no alcanzados. Allí encontró a los sentineleses, una tribu aislada que habita North Sentinel, una minúscula isla bajo soberanía india en el golfo de Bengala.
El acceso está prohibido desde 1997 y se cree que la población ronda apenas unas pocas decenas. Viven de la caza, la pesca y recolectan frutos. El idioma que hablan no tiene conexión con ningún otro. Y rechazan cualquier contacto exterior con extrema violencia.
En varias ocasiones anteriores ya habían repelido con flechas a todo aquel que se aproximara a su costa. Incluso el gobierno indio, tras un breve y pacífico acercamiento en los años 90, optó por dejarles en paz.
Diversas organizaciones de derechos indígenas advierten de que estas comunidades no cuentan con defensas inmunológicas frente a las enfermedades externas, y que cualquier visita podría ser letal para ellos.
Un diario que revela miedo, fe y el presentimiento de un final trágico
Pese a conocer estos riesgos, Chau consideró que debía ir. En su diario, encontrado tras su muerte, dejó constancia de sus pensamientos y planes. Se aisló durante once días en una habitación sin luz solar para evitar posibles contagios, rezó, entrenó, y preparó un kit con vendas, anzuelos, tijeras, pinzas y tarjetas ilustradas para comunicarse. Cuando creyó estar listo, contrató a unos pescadores cristianos para que lo llevaran de noche, sin ser detectado.
Al llegar, los marineros se negaron a acercarse demasiado. Chau se lanzó solo en su kayak, con una actitud que, según relató en sus anotaciones, combinaba miedo con determinación. En uno de los primeros contactos, los isleños dispararon una flecha que atravesó su Biblia. Esa noche escribió que estaba llorando, que había contemplado el atardecer con temor, y que se preguntaba si sería el último que vería.
El 16 de noviembre de 2018 pidió que lo dejaran en la playa y que regresaran sin él. Sabía que, si todo salía mal, al menos los pescadores no presenciarían su muerte. Horas después, los hombres observaron desde el barco cómo varios miembros de la tribu arrastraban su cuerpo por la arena.
En Estados Unidos, la reacción fue tan intensa como dividida. Mientras que la organización All Nations, que le había preparado, lo describió como mártir y aseguró que “el privilegio de compartir el Evangelio suele conllevar un gran coste”, su padre culpó al mundo evangélico y calificó la religión como “el opio de las masas”.
Según contó a la prensa, había perdido el control sobre su hijo años atrás y consideraba que su muerte era el desenlace lógico de una doctrina llevada al extremo.
Entre sus allegados hubo también distintas posturas. Un amigo que compartió estudios lingüísticos con él escribió en redes sociales que “ninguna razón podía apartarlo de lo que consideraba una misión sagrada”. Otros, sin embargo, condenaron su decisión. Para muchos, había cruzado varias líneas: desobedeció la ley india, ignoró las alertas sanitarias y, sobre todo, se dirigió a una población que, desde hace siglos, solo pide una cosa: que la dejen en paz.