En el debate abierto por el Gobierno sobre la reforma del sistema universitario, se ha eludido un aspecto fundamental de la calidad de las universidades, la cual no depende solo del profesorado, centro habitual de atención y críticas. Nada se dice de los alumnos que acceden a las universidades públicas y privadas ni del nivel de sus conocimientos básicos para afrontar unos estudios superiores. La Universidad, sea pública o privada, transmite conocimientos, por supuesto, pero también debe ser transformadora de todos los jóvenes que pasan por ella. La condición de universitario implica asumir unas responsabilidades de estudio y formación, en correspondencia con las oportunidades que se facilitan al estudiante. Por eso es necesario auditar el sistema de acceso a la Universidad, liberando esta tarea de prejuicios elitistas, populistas o partidistas, para centrarlo en esa función transformadora a partir de la excelencia académica y la responsabilidad personal. Con cada nuevo curso, los profesores universitarios se topan con alumnos que presentan carencias graves sobre recursos básicos de redacción, oratoria, lectura o comprensión conceptual, por no citar las lagunas sobre geografía, historia o cultura general. Esta situación es real y hay que abordarla. Desde esta perspectiva, hay que celebrar como un avance significativo el acuerdo alcanzado por las universidades, a través de la Conferencia de Rectores, sobre las pruebas o evaluaciones de acceso a la Universidad –no hay consenso siquiera en torno a la denominación del examen–, con la finalidad, según su comunicado, de «mejorar la equidad entre territorios» y «facilitar una mayor coherencia en el diseño de las pruebas». Ha bastado que el acuerdo de los rectores pida un marco común para que la Generalitat de Cataluña se muestre en contra, acentuando ese mal localista que está marcando el presente y el futuro de la Universidad catalana. El acuerdo recoge propuestas que no condicionan el contenido de las preguntas, porque este se halla vinculado a los planes de estudio formados por las enseñanzas mínimas fijadas por el Estado y los currículos de las administraciones autonómicas. La convergencia acordada por los rectores se centra en normas estructurales y formales de la antigua selectividad, es decir, cuestiones determinantes de la necesaria homogeneidad de la Prueba de Acceso a la Universidad (PAU). Los experimentos con la enseñanza primaria y secundaria se pagan muy caros en la fase universitaria, donde el estudiante se ve sorprendido con unas exigencias de actitud y respuesta para las que no está suficientemente preparado. Hay que dar la bienvenida al acuerdo de los rectores en la medida en que abre –o puede abrir– una reflexión despolitizada y con rigor sobre cómo vertebrar un sistema educativo sin quiebras en sus tramos preuniversitario y universitario. La preocupación del Gobierno por el sistema universitario está limitada a cercenar las expectativas de la privada, sin impulsar correlativamente una mejora cualitativa y cuantitativa de la pública. Su mensaje no ha calado en socios clave, como el PNV, que cuestiona la oportunidad de la reforma, denuncia la invasión de competencias autonómicas y rechaza la urgencia del decreto del Gobierno. Sin un proyecto integral, no se consigue mantener el sistema de enseñanza superior como fuente de cohesión social y de clases medias, que son las que mantienen la estabilidad de las democracias. Hay que ampliar el diagnóstico del problema para mejorar la formación de los futuros universitarios y asegurar unas capacidades esenciales para que aprovechen la oportunidad de dicha enseñanza.
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