La restitución de la impunidad, por Heber Joel Campos
La Comisión de Constitución acaba de aprobar, por amplia mayoría, la restitución de la inmunidad parlamentaria. Esta figura fue eliminada de nuestro horizonte constitucional el 2021. El argumento que se dio para adoptar esa medida fue que la inmunidad se había convertido en una suerte de "manto encubridor" a favor de los congresistas, quienes, muchas veces, eran electos, arrastrando procesos penales en su contra por la comisión de graves delitos comunes. En respuesta, un sector del Congreso replicó: "Sin la inmunidad nos llenaríamos de denuncias. Pararíamos más tiempo en la Fiscalía y en el Poder Judicial, antes que en nuestros escaños". Sin embargo, la experiencia demuestra que los reparos en contra de esta medida eran falsos. La eliminación de la inmunidad no ha puesto en cuestión el estatuto parlamentario. Y muy por el contrario, ha contribuido a evitar escenarios de impunidad que, en la práctica, agudizan la desafección política y ponen en riesgo la legitimidad de nuestras instituciones.
Resulta oportuno por ello recordar que los congresistas, históricamente, han gozado de dos tipos de inmunidad: la inmunidad de proceso y de arresto frente a la presunta comisión de delitos comunes, y la inmunidad que proviene de la garantía del antejuicio político, prevista en los artículos 99 y 100 de la Constitución frente a la presunta comisión de delitos de función. La primera ya no existe (aunque intenta ser restituida por este Congreso), mientras que la segunda se mantiene (y sigue, lamentablemente, en algunos casos, el mismo tenor de la anterior). En otras palabras, los congresistas aún gozan de inmunidad, solo que esta los protege de los cargos relacionados con el ejercicio de su función, y ya no de aquellos relacionados con situaciones particulares, que nada tienen que ver con su rol político.
De hecho, según la Constitución, los altos funcionarios públicos solo gozan de la protección del antejuicio político. Los jueces y fiscales supremos no tienen inmunidad frente a delitos comunes, tampoco los directores del banco central, los integrantes de la JNJ, de los organismos electorales, o los ministros. Estos funcionarios, al igual que los congresistas, ejercen tareas complejas, que poseen un fuerte entramado político. Sin embargo, nunca han contado con ese "manto encubridor". Y, contrario a lo que señalan los que respaldan la restitución de la inmunidad, eso no ha sido impedimento para que cumplan con sus funciones de manera idónea –pese, incluso, a los ataques, vaya paradoja, de algunos políticos–.
Si ponemos en una balanza lo que nos da la inmunidad y lo que nos quita. Y para ello tomamos como referencia la experiencia de los últimos años, de aquellos en que aún era permitida, y de aquellos en que ya no, concluiremos que no nos hace falta. Su incorporación, durante el siglo pasado, perseguía un fin noble: evitar los embates del poder despótico contra la representación democrática. Hoy ese escenario ha cambiado. Y bien diríamos, a propósito de la crisis política que padecemos, que esa amenaza reside antes que fuera del Congreso, dentro de él. Por eso, antes que promover la impunidad, lo que necesitamos es fortalecer el control, vertical y horizontal, del poder. Necesitamos, por ejemplo, corregir las inconsistencias de nuestro sistema de gobierno, fortalecer la independencia judicial, y promover la participación democrática. Eso se consigue repensando nuestro diseño político, no insistiendo en aquello que durante tanto tiempo abonó a su desprestigio.