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De los pulpines a la generación Z: ha llegado el momento, ¿de qué?, por Enrique Fernández–Maldonado

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A Pedro Dammert

El despertar de la ‘Generación Z´ (como la denominaron los medios) fue lo suficientemente potente para quebrar el pacto entre el gobierno y la mayoría congresal y convertirse, junto con la proximidad de las elecciones generales, en un factor acelerador de la vacancia de Dina Boluarte. Las nutridas protestas ciudadanas de setiembre fueron la expresión más clara del profundo malestar acumulado contra la presidenta, el congreso y el sistema político en su conjunto. Esta contundencia no se registraba desde las movilizaciones que derrocaron a Manuel Merino el 2020, y antes contra la Ley Pulpin el 2015. Por eso son vistas como un punto de quiebre en la crisis del régimen. Hace algunas semanas la sensación era, por lo menos en Lima, de desmovilización social. ¿Qué pasa con la gente que no se moviliza? Por mucho menos la ciudadanía ha tumbado gabinetes y hasta gobiernos, recordábamos. La impunidad frente a las muertes del 2022 y 2023, la desafección política y la falta de alternativas parecían hipótesis consistentes para explicar la parálisis. Pero las movilizaciones de las últimas semanas contradicen nuestras presunciones, y vuelven a ubicar a “la calle” en el centro del análisis político. ¿Qué caracteriza a la Generación Z (GZ)? ¿Cuál es su potencial? ¿Qué podemos esperar de estas y futuras protestas?

Nuevas caras, viejas demandas

Desde los medios se ha destacado el componente juvenil de las movilizaciones recientes. Y han utilizado un membrete, GZ, con el que se ha dado cuenta de recientes manifestaciones de resonancias mundiales (Nepal, Marruecos). En la mayoría de los casos los movilizados son jóvenes nacidos del 2000 en adelante, es decir, una población cuya realidad está mediada por el internet y la virtualidad. Donde la socialización primaria incluye la tecnología (y las redes sociales) como un elemento inherente a su cotidianeidad y experiencia subjetiva, abarcando todos los estratos sociales. Y que comparten iconos culturales globales (como el manga One Piece) como símbolo generacional. Como apunta Fernando Tuesta, es la generación que pasó a la adultez en un contexto post bonanza económica, de ilegitimidad de la política y los sistemas de partidos, de pandemia y corrupción generalizada, cuya patente desafección por la política constituye un rasgo distintivo de esta época.

Sin embargo, conviene aclarar que este fenómeno no es nuevo. Ni la movilización juvenil ni la desafección política. Cada cierto tiempo surgen movimientos juveniles que cuestionan gobiernos, políticas y contextos adversos a sus derechos e intereses. Lo hemos visto en nuestro país, en la región y en diversos continentes. Son como reflujos históricos, que se repiten con regularidad desde el siglo pasado, aunque cada periodo cuente con sus particularidades y peculiaridades.

Entonces, ¿qué caracteriza a la denominada Generación Z (la movilizada), más allá de su rango etario y el uso intensivo de las tecnologías de la información?

Los medios no han profundizado en su caracterización.  Aparentemente, las convocatorias surgieron de las redes sociales, de cibernautas no organizados, pero que lograron un nivel básico de coordinación que les permitió desplegar estrategias y tácticas para sortear la represión policial. A estos núcleos se sumaron, de manera individual, miles de jóvenes convocados a través de redes y plataformas digitales. Pero, sobre todo, decenas de organizaciones sindicales, federaciones universitarias y colectivos culturales cuya experiencia y estructura ha sido clave para encausar a la masa movilizada. La articulación entre estos sectores no está exenta de tensiones. Encontramos discursos a favor de incluir y amplificar el universo de organizaciones y sectores movilizados (la unidad en la lucha). Por otro, se reivindica el carácter antipartidario y original de la protesta juvenil, lo que alienta la distinción con los sectores “tradicionales”. Descifrar y actualizar la matriz ideológica que está a la base de los sectores movilizados puede dar lugar a varias tesis de futuros politólogos y sociólogos.

Pero más allá de los detalles identitarios, conviene preguntarnos, con José Natanson (Debate, 2012), por qué los jóvenes están volviendo a la política (otra vez).

Es importante advertirlo, ya que cierta cobertura intenta soslayar el componente político de la movilización, presentándola como una respuesta estrictamente juvenil frente al clima de inseguridad y corrupción, desconexa de otras luchas y resistencias relacionadas con el sistema económico y político imperante. Es decir, como una reacción anecdótica a una coyuntura crítica; y no como un cuestionamiento al Neoliberalismo y la democracia representativa y su incapacidad para reducir desigualdades históricas y proveer bienestar.

Porque si bien la movilización ciudadana se activó en un contexto de incremento exponencial de la violencia y la extorsión, estas representan sin duda solo unas aristas de un modelo que encarna la falta abrumadora de oportunidades, un presente de precariedad y la ausencia de futuro. De hecho, la primera manifestación de protesta fue el sábado 13, contra la Ley de AFPs que limita las opciones de previsión social para jóvenes y trabajadores independientes a un puñado de opciones. Rápidamente, las consignas escalaron hacia más objetivos políticos. Comenzando por la renuncia de Boluarte y el cierre del Congreso. Pero a la base del descontento sigue estando el malestar social y económico. 

Qué hay de nuevo, viejo

Se ha insistido, también desde los medios, en el carácter “novedoso” de las concentraciones juveniles. Pero en realidad, es posible identificar un continuum con movilizaciones anteriores. Las protestas urbanas del 2025 forman parte de un encadenamiento de manifestaciones a lo largo de las últimas dos décadas, con elementos que las unifican en su cuestionamiento al modelo económico y político heredado de la dictadura. Porque desde las primeras movilizaciones ciudadanas post Baguazo el 2009, reactivadas contra la repartija el 2013, la Ley de AFP el 2014, los pulpines el 2015, el movimiento No a Keiko el 2011, 2016 y 2021, y las movilizaciones contra Merino el 2020, todas tienen como común denominador –además de lograr los objetivos que se propusieron– un reiterado cuestionamiento a los políticos y al sistema de privilegios e impunidad que los beneficia directamente.

La pregunta que cae de madura (y que planté en un libro que cumple ahora diez años (1) es si la movilización juvenil, como la registrada estos días, representa un factor de cambio en la política nacional. ¿Son un elemento regenerador del sistema político? ¿Tiene sentido (y resulta justo) delegar a las nuevas generaciones la responsabilidad de salvar al país de los sectores corruptos y podridos que buscan su reelección?

Porque, una vez logrado el primer objetivo, la caída de Dina Boluarte, ¿cuál será el siguiente? ¿El cierre del Congreso? ¿Esta masa heterogénea y diversa, se convertirá en una corriente de opinión que incline la balanza electoral el 2026? ¿O será cómo otras experiencias de movilización y politización juvenil, que se desvanecen y diluyen sin constituir un cambio significativo en la política local? El tiempo lo dirá. 

(1) La rebelión de los Pulpines. Jóvenes, trabajo y política (Otra Mirada, 2015).




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