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Октябрь
2025

Educar para el diálogo: un desafío pendiente

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Nuestro sistema educativo ha priorizado históricamente el desarrollo de la lectura y, en menor medida, la escritura, como principales formas de alfabetización. Así, la enseñanza de la comunicación oral (o, como he preferido llamarla siguiendo la teorización británica del siglo XX, “oracidad”), sigue siendo una deuda pendiente. Aunque hablar pareciera ser un reflejo como pestañar, lo cierto es que exponer, argumentar, narrar o escuchar activa y críticamente son habilidades que se complejizan a lo largo de la vida y que, para ello, requieren de un proceso de enseñanza y modelamiento. Sin embargo, en las aulas, ha prevalecido la creencia de que el dominio sofisticado del lenguaje oral ocurre de manera espontánea, como si fuera simplemente un producto natural de la sociabilización o un reflejo de la personalidad.

Esta omisión no es inocua. Educar sin promover una oracidad consciente, crítica y contextualizada implica reproducir desigualdades y silenciar voces. En un país donde el lugar de origen, el acento o la fluidez verbal pueden determinar el trato recibido o la legitimidad concedida en una conversación, enseñar a hablar y a escuchar deja de ser un asunto técnico para volverse profundamente político. Sin ir más lejos, la capacidad de expresarse oralmente en una entrevista laboral puede tener grandes repercusiones individuales, así como, socialmente, una escucha crítica nos permitiría afrontar mejor los desafíos de la desinformación.

La evidencia empírica (aunque escasa y dispersa) muestra que las prácticas de enseñanza de la oracidad en Chile son esporádicas, y se centran en exposiciones orales, o en la reproducción de textos leídos o memorizados. Su evaluación suele ser asistemática, si es que existe. Se privilegian el dominio léxico, la entonación y los gestos, pero rara vez se indaga en la construcción argumental, la pertinencia de los recursos lingüísticos, la adecuación del lenguaje a la situación, el uso estratégico de éste o en la capacidad de construir sentido colectivamente a través de la palabra compartida. Es decir, no estamos formando para el diálogo, sino para el monólogo con una corrección idiomática que determina cuáles son los usos lingüísticos legítimos y cuáles, los excluidos o censurados.

¿Por qué importa esto? Porque el diálogo no es solo un recurso comunicativo: es una práctica social, una forma de ejercer ciudadanía, de resolver conflictos, de imaginar mundos posibles y de encontrarse. Omitir, censurar, acallar en el aula es también una forma de silenciar discursos, identidades e ideas. El desafío es formar personas que, además de leer y escribir, hablan “con” otros y no sólo “a” otros. La estructura de la disertación ha dominado la oracidad escolar, excluyendo formatos dialógicos como debates, entrevistas, asambleas, mesas redondas o incluso las conversaciones informales. No se trata de hablar más, sino de decir más, articulando las propias ideas en la mente y organizando lógicamente el pensamiento con conciencia de propósito, atendiendo asimismo a las relaciones de poder implícitas, y, por cierto, con la necesaria apertura a transformarse gracias al encuentro con otras voces.

Han existido diversas propuestas para integrar la oracidad en el currículum: desde la enseñanza explícita de géneros orales hasta el uso del análisis conversacional para dilucidar cómo se construye el significado en la interacción. Sin embargo, estas propuestas no han permeado las prácticas docentes de manera sistemática. Diversos son los factores que explican esta situación, desde la falta de instancias de formación docente que contribuyan a la enseñanza de la oracidad, hasta evidentes dificultades para modelarla y evaluarla. Asimismo, la presión por cumplir metas de aprendizaje basadas en el código escrito relega la oracidad a una posición subsidiaria de la literacidad.

Existe un componente ético y afectivo que no podemos ignorar. Enseñar a dialogar también implica enseñar a escuchar. Y escuchar no es simplemente guardar silencio mientras el otro habla. Es una disposición activa, una forma de atención cargada de empatía y curiosidad. En un mundo saturado de falsedades y desencuentros, enseñar a escuchar es una forma de resistencia al individualismo, a la aceptación sumisa de las ideas hegemónicas y al aislamiento.

Mientras no reconozcamos la oracidad como un elemento central del desarrollo humano, seguiremos desaprovechando la oportunidad de enseñar a sostener una conversación democrática o enfrentar un conflicto a través de la palabra. Educar para el diálogo requiere una transformación profunda de nuestras creencias. Implica reconocer que el lenguaje no es solo una herramienta, sino también un escenario de poder, de reivindicación y de posibilidades. Significa crear espacios donde cada persona pueda explorar diferentes formas de expresarse, equivocarse, negociar significados, construir acuerdos y disentir con respeto. Significa dejar de castigar los acentos, los modismos o las formas “no estándar” del habla, y empezar a valorar la diversidad lingüística y humana como un beneficio, no como un problema.




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