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En esta zona del sur de la península este plato de toda la vida se toma con mosto y rodeado de viñedos

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Por qué este molusco que se pesca tanto en Galicia como en Huelva es tan apreciado en la gastronomía

Este es el plato tradicional navideño de cada comunidad autónoma

Durante el otoño y el invierno, buena parte de fincas y cortijos de la campiña de Jerez se convierten en un hervidero de personas en torno a una mesa en la que, acompañado de mosto, reina un plato que se toma rodeado de, como dice el tópico, un marco incomparable: un infinito de viñedos. Es el ajo campero, una receta o una excusa para reunir a familiares y amigos que, también por estas fechas de Navidad, aprovechan el buen tiempo de esta zona del sur de la península para pasar un buen rato de confidencias y complicidad. De hecho se trata de una de las tradiciones más arraigadas de este rincón de la provincia de Cádiz, cuando bodegas y ‘ventas’ celebran la llegada del mosto, el vino joven del año que actúa como preludio de los famosos jereces. 

Y es en este contexto cuando surge el ajo campero, también llamado ajo caliente o ajo de viña, un plato humilde y poderoso que constituye el alma gastronómica de la región durante estos meses. Esta receta no es simplemente una sopa espesa, sino la quintaesencia de la cocina de subsistencia que dio energía a generaciones de jornaleros. Sus raíces se encuentran en los cortijos y pagos que rodean la ciudad, donde los trabajadores del campo lo preparaban para combatir los primeros fríos mientras realizaban las labores de poda de la vid. Aunque algunos estudios sugieren un posible origen musulmán, lo cierto es que se ha consolidado como un símbolo inseparable de la vida rural y la cultura vitivinícola del Marco de Jerez.

El calendario gastronómico local tiene marcado con especial énfasis el mes de noviembre, coincidiendo a menudo con festividades como San Andrés, cuando se dice popularmente que el mosto ya es vino. Es a partir de esta fecha cuando se da el pistoletazo de salida para que el ajo campero brille con mayor intensidad en las cartas de los establecimientos, que sirven este plato estrella vinculado históricamente con la tierra, lo que lo convierte en un legado culinario que se ha transmitido de madres a hijas con un cariño especial a lo largo de los años. La magia de este plato, además, reside en la extrema sencillez de sus ingredientes, todos básicos y económicos, propios de un entorno de aprovechamiento. 

La base fundamental se compone de pan de telera o pan de pueblo asentado, preferiblemente de un par de días, que aporta la textura necesaria. A este se le suman los ajos, pimientos verdes y tomates maduros, idealmente los denominados “tomates de viña”, una variedad pequeña y sabrosa que tradicionalmente se cultivaba junto a las vides. El ritual de elaboración es tan importante como el resultado final y se realiza preferentemente ‘a lo antiguo’, utilizando las manos y herramientas tradicionales en lugar de máquinas modernas. Se comienza majando los ajos con sal en un lebrillo de barro, para luego incorporar los pimientos picados y los tomates. El uso del barro no es casual, ya que humedecer el recipiente con agua caliente previamente potencia el sabor y el aroma del majado que servirá de cimiento al guiso.

Una vez obtenida la base de verduras bien triturada con la maja de madera, llega el momento de incorporar el pan troceado y el aceite de oliva virgen extra. El paso definitivo consiste en verter lentamente agua hirviendo sobre la mezcla, removiendo de forma constante hasta alcanzar el espesor deseado por quien lo prepare. El resultado debe ser una sopa densa, cremosa y reconfortante, que suele dejarse reposar unos minutos bajo un paño para que los sabores terminen de asentarse antes de ser servida. La presentación de este manjar campero conserva su vocación comunitaria, sirviéndose a menudo en el mismo lebrillo de barro donde fue elaborado para ser compartido entre los comensales. 

Se trata de un plato que en todo momento subraya su origen humilde y refuerza los lazos sociales en las reuniones de amigos o peñas, donde realmente se palpa la esencia del plato. Es habitual que la superficie se suavice con un último chorro de aceite de oliva antes de llevarlo a la mesa, ofreciendo un aspecto brillante y apetecible. Eso sí, ninguna experiencia de ajo campero está completa sin sus acompañamientos tradicionales, que aportan los contrastes necesarios de textura y frescura. Es casi obligatorio servirlo junto a rábanos frescos, cuyo toque picante y crujiente limpia el paladar tras la densidad caliente de la sopa. En ocasiones, también se añaden tiras de pimiento verde crudo o incluso ingredientes más contundentes como huevo duro o jamón, dependiendo de la variante local o familiar que se deguste.

Vino joven para acompañar

El maridaje ineludible para el ajo es, sin duda, una jarra de mosto de la temporada. Este vino joven, que conserva una ligera turbidez y aromas primarios de la uva, ofrece la acidez perfecta para equilibrar el sabor del ajo y el aceite. La combinación de la sopa caliente con el mosto fresco crea un festival de sensaciones que define la temporada de los “mostos” en Jerez, un fenómeno que une la producción vitivinícola con el turismo y la gastronomía y que, además, se celebra en innumerables fincas o ‘ventas’ de esta campiña gaditana odeadas de viñedos de la inconfundible uva de Jerez, fincas que además llaman la atención de los neófitos en la cuestión con una pequeña bandera roja en la puerta que viene a decir que ese día sí que se sirve ajo y mosto.

Para quienes deseen vivir esta experiencia de forma auténtica, la denominada “Ruta del Mosto” ofrece un recorrido por naves, lagares y pequeñas tabernas, especialmente en el Barrio Alto y los alrededores de Jerez. Lugares que abren sus puertas para ofrecer este recetario tradicional en un ambiente impregnado de cultura local. Porque, más allá de la pura alimentación, la tradición del ajo campero no solo no desaparece sino que cada invierno atrae a más personas deseosas de comer y beber con un delicioso sol en la cara y un paisaje difícilmente superable. Un plato cocinado y servido en un lebrillo de barro como seña de identidad y una celebración, modesta y alegre, que define la historia de Jerez.




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